Editorial del programa Sin Complejos del sábado 11/9/2010
Numidia fue un reino vasallo del imperio romano. Creado después de la derrota de Cartago en la Segunda Guerra Púnica, ocupaba parte del territorio de las actuales Argelia y Túnez.
Los guerreros númidas eran famosos por su arrojo y, durante el reinado de los reyes Masinisa y Micipsa, participaron en diversos hechos de armas, como el sitio de Numancia, donde lucharon a las órdenes del romano Publio Escipión.
A la muerte de Micipsa, el reino númida quedó dividido entre sus dos hijos, Hiempsal y Aderbal, y su sobrino Yugurta, pero éste, deseoso de reinar en solitario, asesinó a Hiempsal y derrotó en la guerra civil subsiguiente a Aderbal, que se vio forzado a huir de Numidia y a refugiarse en Roma.
En la capital del imperio, Aderbal solicitó dirigirse al Senado romano, para recabar su ayuda contra el usurpador Yugurta.
Allí, en el Senado, el destronado Aderbal pudo narrar ante los senadores sus desgracias: el asesinato de su hermano por parte de Yugurta; su expulsión del trono después de una sangrienta guerra civil; su huida a Roma, desposeído de su poder y de su fortuna... El derrocado rey númida pidió entonces a los senadores del mayor imperio de la época que le ayudaran a recuperar su trono.
Invocó para ello la tradicional amistad entre númidas y romanos, recordó a los senadores la lealtad que su padre y su abuelo habían profesado a Roma y les hizo rememorar los servicios que los númidas habían prestado a las armas romanas.
Aquel discurso, que el historiador romano Salustio consignó para la posteridad, fue vibrante y conmovedor. La desesperación provocada por el exilio y la miseria avivaba la elocuencia de Aderbal y el deseo de justicia cargaba de emotividad sus palabras. La razón estaba de su lado y los romanos tenían una deuda para con el hijo de aquel rey Micipsa que tanto y tan bien había servido a Roma.
Y, sin embargo, los emisarios de Yugurta consiguieron convencer al Senado de que adoptara una resolución relativamente favorable para el usurpador, recurriendo a un argumento mucho más poderoso que todas las razones esgrimidas por Aderbal. Frente a los intentos de Aderbal por convencer a los políticos romanos de lo justo de sus pretensiones, lo que los emisarios de Yugurta hicieron fue repartir dinero a diestro y siniestro, sobornando a todos aquellos senadores que se dejaron sobornar, que fueron la mayoría.
Porque, cuando la corrupción se apodera de un estado, el dinero es mucho más convincente que la razón, mucho más conmovedor que la sed de justicia, mucho más elocuente que todos los recursos retóricos y mucho más vibrante que la más santa de las indignaciones.
Aderbal no tenía ni la más mínima posibilidad de hacer que triunfaran la Razón y la Justicia, porque ya para entonces la corrupción se había enseñoreado de la vida pública romana, lo que terminaría dando al traste con la democracia.
Cuando la corrupción se convierte en el principal motor de la actividad política, cuando los representantes de la ciudadanía cifran en el dinero y el poder todas sus aspiraciones, el régimen democrático termina por convertirse en una farsa, en la que los procesos electorales, controlados y fraudulentos, encubren la progresiva y permanente destrucción de las libertades civiles.
Porque la corrupción hace que ninguna razón pueda vencer al dinero, que ningún argumento pueda competir con el soborno y que ninguna ley quede a salvo del afán de lucro de quienes controlan la Justicia. Y aleja de la política a todos aquellos que no están dispuestos a participar en la rueda de la corrupción y que saben, por tanto, que no podrán nunca competir en igualdad de condiciones con quienes no le hacen ascos a la prevaricación y al cohecho.
En los últimos años, España ha vivido un proceso acelerado de deterioro institucional, en el que una corrupción galopante se ha enseñoreado de la cosa pública, al tiempo que la Justicia se prosternaba ante el poder político y éste controlaba, mediante el presupuesto público, todos los mecanismos de participación ciudadana, desde los sindicatos a los movimientos cívicos, pasando por las ONGs o las organizaciones empresariales.
Nada escapa hoy a la voluntad corruptora de quienes controlan el BOE. A su través, el dinero previamente hurtado a los ciudadanos se reparte a los adictos y se potencian o destruyen las carreras profesionales de los servidores públicos.
En esas circunstancias, pretender que la Ley o la Razón prevalezcan por la sola fuerza de los argumentos es completamente ilusorio. Lo hemos visto, por ejemplo, en ese monumento a la prevaricación que el Tribunal Constitucional parió como sentencia sobre el Estatuto de Cataluña. Pretender que un órgano controlado por el poder político atienda a razones o a argumentos es tan ingenuo como aquel intento de Aderbal por vencer con argumentos al dinero de Yugurta.
Sólo la expulsión del poder de aquellos que han convertido nuestra democracia en un albañal podrá remediar el daño que sus acciones han causado a las libertades civiles.
Y la única arma con la que contamos para expulsar del poder a quienes han demostrado no respetar la Ley, ni la Justicia, ni la Razón, es nuestro voto.
De ahí que sea tan importante, de ahí que resulte tan fundamental, no renunciar nunca a ejercer ese derecho.
Porque a nadie razonable se le ocurriría nunca renunciar a la única arma que tiene para transformar las cosas.