La buena suerte existe, igual que la mala. O mejor dicho, existe el azar, que a veces juega en nuestra contra y a veces a favor.
El 6 y el 9 de agosto de 1945, sendas bombas atómicas hacían explosión sobre Hiroshima y Nagasaki, forzando la rendición del gobierno japonés y poniendo fin a la Segunda Guerra Mundial. Un cuarto de millón de personas, es decir, aproximadamente un tercio de los habitantes de esas dos ciudades, murió a consecuencia de aquellas explosiones.
Otras 450.000 personas lograron salvarse: son los denominados hibakusha, término japonés que literalmente significa "afectado por la explosión". Según el censo de 2014, todavía viven 192.719 de esos supervivientes.
Hay que tener suerte para sobrevivir a un bombardeo atómico, ¿verdad? Pues aún más suerte hay que tener para sobrevivir a dos. El censo de supervivientes arroja el sorprendente dato de que hay 165 personas que sufrieron ambos bombardeos, librándose de la muerte en los dos casos. En su mayoría, eran habitantes de la zona de Hiroshima que, después de la explosión del 6 de agosto, buscaron refugio en Nagasaki, tan solo para ser bombardeados de nuevo tres días después. Pero también hay, entre esos dobles supervivientes, algún habitante de Nagasaki que el 6 de agosto estaba en viaje de trabajo en Hiroshima. Es el caso, por ejemplo, de Tsutomu Yamaguchi, ingeniero de Mitsubishi, que sobrevivió a ambos bombardeos y terminaría falleciendo en 2010, a los 93 años de edad.
Pero no solo lograron salir con vida de las dos bombas esos 165 dobles supervivientes, sino que también se libró una ciudad completa: la ciudad de Kokura.
Que las bombas cayeran precisamente en Hiroshima y Nagasaki es también, en parte, fruto del azar. Cuando el Enola Gay, el avión encargado del primer bombardeo, despegó el 6 de agosto, sus órdenes eran bombardear Hiroshima. Pero en caso de que el cielo estuviera encapotado en Hiroshima, debían dirigirse a Kokura y soltar allí la bomba. Afortunadamente para los habitantes de Kokura, el cielo de Hiroshima estaba despejado, así que se libraron de ser masacrados en esa primera incursión.
Pero es que tres días después, las órdenes para el segundo bombardero eran atacar Kokura. Solo en el caso de que el cielo estuviera encapotado en Kokura, el avión debía soltar su carga mortífera sobre Nagasaki. Afortunadamente, de nuevo, para los habitantes de Kokura, aquel día las nubes cubrían la ciudad.
Qué delgada es la línea que nos separa del desastre, ¿verdad? Unas nubes más sobre Hiroshima el 6 de agosto, o unas nubes menos sobre Kokura tres días después, y la suerte habría cambiado de un plumazo, en un sentido y en el otro, para centenares de miles de habitantes de aquellas tres ciudades japonesas.
Da un poco de miedo pensar con qué facilidad puede el azar destruirnos en cualquier momento, ¿verdad? Pero, en realidad, también podemos ver las cosas al revés: resulta reconfortante saber que, a veces, el azar nos protege de las más espantosas catástrofes.
En el fondo, preocuparse por aquello que de todos modos escapa a nuestro control, no tiene sentido. Lo que sí tiene sentido es ser consciente de que las cosas son siempre una mezcla de azar y de voluntad. Y de que nosotros controlamos uno de esos dos factores.
Nuestro destino no está completamente en nuestras manos, pero sí que somos sus principales artífices. Aunque a veces el azar nos juegue buenas o malas pasadas.