Nuestra contertulia Lucía Velasco acaba de publicar en Asturias Liberal dos excelentes artículos de análisis de la sentencia del 11-M. En ellos repasa la sonrojante forma en que la sentencia de Gómez Bermúdez, luego matizada parcialmente por el Tribunal Supremo, despacha el asunto de la autoría material de la masacre.
En el primero de ellos se analiza la forma en que se ha intentado, a falta de otros autores materiales, volcar la responsabilidad de la colocación de las bombas sobre los muertos de Leganés, que no tenían, puesto que están muertos, nadie que contradijera en el juicio esas imputaciones.
En el segundo, se repasan los argumentos que se han utilizado para atribuir a Jamal Zougham (el único condenado por la autoría material) la colocación de la bomba de Santa Eugenia. Merece la pena leer con detenimiento el análisis de Lucía para ver hasta qué punto puede llegar a retorcerse la lógica en sede judicial, con tal de evitar el escándalo de que el juicio del 11-M se saldara sin autor material ninguno.
Uno tiene la sensación, leyendo ambos artículos, de que llevamos mucho tiempo dándonos de cabezazos contra un muro irrompible. Parece como si ni los más elementales argumentos lógicos (que nos dicen que, en condiciones normales, nadie podría creerse lo que nos han contado acerca de la autoría material) valieran para nada, puesto que la Audiencia Nacional primero, y el Tribunal Supremo después, han venido a ratificar un relato de los hechos incompleto, inverosímil e imposible.
Sin embargo, la encuesta publicada recientemente por El Mundo demuestra que toda la labor de crítica racional de la instrucción y de la sentencia del 11-M sí que ha calado entre la ciudadanía. A grosso modo, esa encuesta revelaba que un tercio de los españoles se creen a pies juntillas la versión oficial; otro tercio cree que los muertos de Leganés cometieron el atentado, pero que detrás de ellos había alguien moviendo los hilos, y el tercio restante no se cree ni siquiera que los muertos de Leganés tuvieran nada que ver con la masacre.
El problema no estriba, por tanto, en los ciudadanos, cuya capacidad de crítica es mayor de lo que parece. La lógica es un arma revolucionaria precisamente porque los españoles son mucho más inteligentes de lo que algunos quisieran. El problema está en otra parte: en que quienes deberían representar a esos ciudadanos quieren a toda costa enterrar el 11-M bajo un manto de silencio. En otras palabras: el problema es que, en lo que al 11-M respecta, existe un divorcio absoluto entre los representados y quienes los representan.
¿Y a qué se debe ese divorcio? Tal vez la respuesta se encuentre en alguna de las claves que Pascual Tamburri apuntaba en otro excelente artículo aparecido este mes de agosto, esta vez en el Semanal Digital: 11-M y zonas grises del Estado: parecidos razonables que nadie explora.