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Los enigmas del 11M

Hasta el pinganillo

Hablaba, no hace muchos días, con el alcalde de un pueblo andaluz, que me describía, desolado, las colas que cada lunes y cada martes se forman en su despacho.

No se trata de personas que vienen a quejarse de los servicios municipales, ni de proveedores que buscan ofrecer sus productos al ayuntamiento. Son vecinos del pueblo que vienen a pedir una ayuda, cualquier ayuda, después de haber perdido su casa, después de haberse quedado en el paro el último miembro de la familia que aún tenía trabajo, después de haber cobrado el último mes del seguro de desempleo, después de haber agotado todas las reservas, después de meses de vivir de fiado.

Y en la mente de ese alcalde, el espanto de cada drama personal se ve superado por el espanto de saber que no puede hacer nada por esa persona que se derrumba en su despacho. "Estoy llorando más que en toda mi vida", me dice. Porque las arcas municipales están vacías y no tiene con qué poder ayudarles a recuperar su casa, su trabajo, su vida.

"Y nuestro ayuntamiento es de los privilegiados", me cuenta. "Hemos podido habilitar ayudas para una parte mínima de los vecinos, para los que están en peor situación. En otros pueblos de los alrededores, las arcas municipales están más vacías que las de las personas que vienen a solicitar ayuda".

Otro alcalde - éste de un municipio valenciano - me habla de las familias que en su ayuntamiento viven ya dentro del coche, tras haber sido desahuciados de su casa por impago de la hipoteca. Al principio de la crisis, dos años hace de esto, el ayuntamiento trataba de paliar como podía la catástrofe asistencial. Ahora, tampoco pueden ya atender a todos aquellos que acuden al consistorio como último recurso.

En algunos lugares, las organizaciones asistenciales, muchas de ellas dependientes de la Iglesia, están en situación crítica. En sólo un año, el número de demandantes de ayuda se ha multiplicado por dos o por tres, dependiendo de la zona. Y la previsión es que aumente todavía más, con la retirada del subsidio de 420 euros. En algún obispado andaluz, son 12.000 familias - decenas de miles de personas - las que acuden a los comedores sociales. Hace seis meses, eran 9 millones los españoles que vivían bajo el umbral de la pobreza y el número no para de crecer.

Y al aumento brutal de demandantes se le une ahora el drástico recorte en las ayudas que las administraciones públicas proporcionan a este tipo de organizaciones. Las instrumentadas a través del Fega, por ejemplo, se han reducido a la cuarta parte. Ya no queda dinero. "La situación es desesperada. Necesitamos comida urgentemente. Productos no perecederos. De lo contrario, vamos a tener que cerrar el Banco de Alimentos", comentaba un responsable de Cáritas local hace pocas semanas.

Y con este panorama, mientras un número creciente de españoles se ve desahuciado de su vivienda, mientras centenares de miles de personas tienen que comer de la caridad, el Senado ha decidido gastarse 12.000 euros por día para que una serie de senadores que comparten un idioma común se dediquen a tocarse el pinganillo y utilicen un sistema de traducción simultánea.

Señores de la casta, que tan bien viven a costa nuestra: no tienen ustedes caridad. Ni tampoco vergüenza.

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