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Los enigmas del 11M

El día en que el mundo estuvo a punto de estallar

Editorial del programa Sin Complejos del sábado 16/2/2013

¿Quién es Stanislav Petrov? Seguramente ustedes no hayan oído nunca su nombre. Y, sin embargo, si seguimos vivos hoy en día es, en parte, gracias a él.

El 31 de agosto de 1983, aviones de caza soviéticos derribaron cerca de la isla de Sajalin un avión de pasajeros surcoreano que viajaba de Seúl a Nueva York y que se había adentrado por error en espacio aéreo de la URSS. Murieron todos los tripulantes y los 269 pasajeros del vuelo KAL007, entre los cuales se encontraba un miembro del Congreso de los Estados Unidos, el demócrata Larry MacDonald, primo del famoso general Patton.

Aquel ataque contra un avión civil originó una catarata de condenas en todo el mundo y provocó uno de los momentos de mayor tensión de la Guerra Fría entre Occidente y la Unión Soviética.

Así, el 5 de septiembre, pocos días después del incidente, el presidente americano Ronald Reagan condenaba aquella acción soviética en una durísima alocución, calificándola de "masacre", de "crimen contra la Humanidad", de "acto de barbarie y de inhumana brutalidad". Y daba orden a su administración de iniciar una ofensiva diplomática en toda regla.

Por lo pronto, la Cumbre de Madrid entre EE.UU. y la URSS, prevista desde hacía mucho tiempo para el 8 de septiembre, acabó en auténtico fracaso.

El 12 de septiembre, los rusos se veían obligados a usar su derecho a veto para parar una resolución de condena de Naciones Unidas.

Y en ese contexto de tensión y desconfianza mutua entre las dos superpotencias, se produjo poco después otro episodio que pudo haber desencadenado un auténtico holocausto nuclear.

El 26 de septiembre, a las 00:14 horas, un satélite de alerta ruso informó de que los Estados Unidos acababan de lanzar un misil balístico intercontinental desde la base de misiles de Montana y que ese misil impactaría contra territorio soviético en 20 minutos.

La información del satélite ruso llegó al búnker Serpujov-15, en las proximidades de Moscú, donde el teniente coronel Stanislav Petrov, que por aquel entonces tenía 44 años, estaba al mando, desde hacía más de una década, del sistema de alerta temprana anti-misiles del ejército soviético. En caso de ataque nuclear americano contra territorio de la URSS, la doctrina militar estaba clara: lanzar un contraataque nuclear masivo contra el territorio de los Estados Unidos. Y la responsabilidad de Stanislav Petrov era detectar cualquier posible ataque americano y alertar a sus superiores, para que éstos ordenaran el contragolpe.

Y en aquel momento Stanislav Petrov se vio enfrentado a la decisión más difícil de su vida. Un satélite ruso acababa de detectar el lanzamiento de un misil americano, así que su deber era informar de ese hecho. Pero si informaba de ese hecho, se desencadenaría una guerra nuclear de proporciones épicas.

Tal vez otra persona se hubiera limitado a cumplir ciegamente las órdenes, o se hubiera dejado influir por su propia ideología o por la paranoia antiamericana imperante. Pero, en aquellos 20 cruciales minutos en que el destino del mundo dependió de él, Stanislav Petrov permitió que su sentido común y su humanidad prevalecieran.

"¿Y si se trata de un error del sistema de detección de misiles?", preguntó a sus subordinados. Aquel sistema era relativamente nuevo y Petrov sabía la presión a la que se había sometido a los ingenieros e informáticos para poner en marcha el sistema lo más rápidamente posible.

En aquel momento, el sistema informó de que otros cuatro misiles intercontinentales acababan de ser lanzados contra la URSS desde territorio americano.

Petrov pidió a sus subordinados que contactaran a los centros de radares terrestres para ver si detectaban algo. La respuesta fue negativa: ningún radar terrestre detectaba los misiles, pero tampoco era de extrañar, porque no los podían detectar hasta que no estuvieran muy cerca del territorio ruso.

¿Qué hacer? ¿Dar la alerta y desencadenar la catástrofe? ¿Esperar a que se confirmara la detección mediante radares en tierra, lo que dejaría a los rusos un margen de tiempo muy escaso para ordenar el contragolpe?

Pasaron un par de larguísimos minutos, durante los cuales Petrov se debatió consigo mismo, mientras las pantallas mostraban a los misiles volando hacia Rusia con su mortífera carga nuclear.

Y de repente, Petrov se decidió: "Decid al Estado Mayor que se trata de una falsa alarma. Repito: se trata de una falsa alarma".

Todas las caras de los empleados del búnker se quedaron clavadas en la pantalla, mientras el tiempo iba transcurriendo inexorable y los misiles seguían aproximándose. Y de repente, aquellos cinco misiles desaparecieron y el sistema informático levantó la alerta. Como luego se comprobó, había sido un error de detección del sistema de satélites, debido a los defectos de diseño inherentes y a las condiciones climatológicas.

"¿Cómo sabías que era una falsa alarma?", preguntaron a Petrov sus subordinados. "Pues porque no tenía ninguna lógica", contestó él. "Si los americanos hubieran querido lanzar un ataque nuclear contra la Unión Soviética, no habrían lanzado cinco míseros misiles, sino cientos o miles de ellos, para destruir de una tacada todo el potencial militar soviético. ¿Para qué iban a atacar sólo con parte de su arsenal, dejándonos la suficiente capacidad de respuesta como para borrar los Estados Unidos del mapa?".

Aquel razonamiento de Petrov era impecable, y salvó a la Humanidad de un auténtico infierno nuclear. Pero ¿cuántas personas hubieran sido capaces de conservar la sangre fría y razonar como Petrov lo hizo?

El mundo no se enteró de lo cerca que había estado de autodestruirse aquel 26 de septiembre hasta 15 años después, cuando el general Votintsev dio a conocer aquel episodio en sus memorias.

¿Y qué pasó con aquel auténtico héroe, Stanislav Petrov, se preguntarán ustedes? Pues pasó lo que cabría esperar. Reconocer oficialmente que Petrov había sido un héroe hubiera obligado a los mandos militares soviéticos a reconocer también que su sistema de alerta temprana había fallado y había estado a punto de provocar una guerra devastadora, lo que a su vez hubiera obligado a castigar a los culpables. Así que Petrov nunca fue premiado por su hazaña. Todo lo contrario: el teniente coronel fue relevado de su puesto y destinado a otro menos sensible, y posteriormente sería jubilado del ejército de forma anticipada.

Pero eso es lo de menos. Lo importante es que Petrov siempre fue consciente de que había contribuido a salvar al mundo de sí mismo.

Y eso es mucho más importante que cualquier reconocimiento oficial.

¿Cuál es la moraleja de toda esta historia? Pues, por un lado, que es en los momentos de crisis cuando resulta más necesario tratar de que nuestra empatía prevalezca sobre las ideologías y sobre el temor a los otros, sobre el miedo a los enemigos reales o percibidos. El miedo nubla la mente, mientras que la humanidad, la empatía con los supuestos enemigos, contribuye a aclararla.

Y, por otro lado, esta historia ilustra también que, en ocasiones, son las personas de abajo, con su sentido común, las que tienen en su mano evitar que los gobernantes conduzcan a las naciones a un precipicio. Otro gallo nos cantaría a todos si cada uno aplicara, en el ámbito de su responsabilidad, un poquito del sentido común que Stanislav Petrov mostró aquel 26 de septiembre en que salvó al mundo de una completa destrucción.

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