La ópera-rock "Evita", con música de Andrew Lloyd-Weber y letra de Tim Rice, apareció por vez primera en forma de disco en 1976, antes de dar el salto a los escenarios de musicales de Londres y Nueva York.
El libreto muestra con relativa precisión las luces y las sombras de la biografía de uno de los más fascinantes personajes del siglo pasado: Eva Duarte, la mujer de Juan Domingo Perón. Con la ayuda de Evita, el coronel Juan Domingo Perón impuso en Argentina un peculiar régimen populista de carácter cleptocrático, que consiguió llevar a la ruina, a base de saqueo y demagogia, a lo que hasta entonces había sido un país próspero y que, sobre todo, logró hundir los fundamentos del estado de derecho y del reparto de poderes, que forman el sustento de cualquier democracia. Sesenta años después de la muerte de Evita, Argentina no ha logrado aún recuperarse de la experiencia.
En esa ópera-rock, el libretista Tim Rice recurre a la técnica de introducir al personaje del Ché Guevara como contrapunto narrativo de Evita, como una especie de voz de la conciencia que se encara con la protagonista en diversos momentos de la obra.
En un instante determinado, y con un fondo de música de vals, el Ché Guevara le pregunta a Evita cuándo va a poner fin a toda la pantomima populista. Aunque sin expresarlo directamente, el Ché le está preguntando a Evita, en definitiva, cuándo va a ir a la raíz de los problemas y a cambiar las estructuras sociales argentinas mediante una revolución, en lugar de dedicarse a fomentar el asistencialismo a través de las obras de beneficencia de la Fundación Eva Perón.
Esa escena concreta de la ópera-rock Evita plantea un debate enormemente interesante, el de la caridad frente a la revolución, y no es casual que Tim Rice incluyera la cuestión en su libreto, dado que fue escrito en una época, la década de los setenta, en la que comenzaba a emerger con toda crudeza la cuestión de la Teología de la Liberación en todo el mundo.
No he podido evitar acordarme ayer de ese debate musical entre el Che y Evita, al leer los comentarios de los lectores de El País o Público a las noticias sobre el papa Francisco. Como saben ustedes, el hasta ahora cardenal Bergoglio aclaró ayer, durante una audiencia con periodistas, por qué ha elegido el nombre de Francisco para su papado: no es por ninguno de los santos jesuitas que llevan ese nombre, sino por San Francisco de Asís, el santo de los pobres, fundador de las órdenes de los franciscanos y las clarisas. El papa Francisco añadió una frase que dice mucho sobre cómo va a ser su pontificado: "¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!".
Y sin embargo, al ver los comentarios en Internet a esa noticia por parte de los lectores del periódico El País o del diario electrónico Público, lo que pude comprobar es que la virulencia contra el papa, lejos de disminuir, alcanzaba cotas que superan lo insultante, para entrar de lleno en lo chabacano y lo injurioso.
¿Cómo es eso posible? El sentido común parece dictar que la reacción de cualquier persona de izquierda hubiera debido ser aprobatoria ante ese compromiso del Papa con los más desfavorecidos, ¿verdad? Pues no: es justo lo contrario. En la mayoría de los comentaristas se percibía, simplemente, un sectarismo anti-católico que nada de lo que la Iglesia haga, ahora o en el futuro, podrá nunca corregir. Para ese sector anticatólico de lectores, la Iglesia es un objetivo a batir, por definición. Y cualquier cosa que la Iglesia haga y que pudiera ser aprobada por la opinión pública, debe ser compensada con un incremento en el nivel de la campaña de descrédito.
Sin embargo, otros lectores, más políticamente de izquierdas que anticatólicos, planteaban claramente en sus críticas el verdadero problema de fondo en el terreno ideológico. Según este otro grupo de lectores, la manera de encarar el problema de la pobreza no es la caridad, sino la revolución que acabe con las desigualdades sociales. Desde este punto de vista, la caridad no sería más que un obstáculo en el camino de la revolución, por cuanto solo consigue atenuar la pobreza lo suficiente como para que no haya estallidos sociales, pero no tanto como para que los pobres dejen de ser pobres.
Como les decía al principio, el debate no es en absoluto intrascendente. De hecho, se trata de uno de los debates fundamentales en torno a los que se articuló la Teología de la Liberación.
Aunque, en realidad, se trata de un debate bastante tramposo, por dos motivos distintos: en primer lugar, porque las revoluciones políticas de carácter social han demostrado una notable tendencia a terminar convertidas en una mera sustitución de unas élites por otras, lo que no solo no acaba con la pobreza, sino que en muchos casos sumerge a los pueblos aún más en la miseria, como atestiguan la Unión Soviética de ayer o la Corea del Norte de hoy. En consecuencia, renunciar a la caridad para emprender el camino de la revolución suele terminar dando lugar a una doble traición a los que menos tienen.
Pero además, es que tampoco existe ninguna incompatibilidad fundamental entre los dos conceptos. Nada impide comprometerse en la atención de las necesidades inmediatas de los desfavorecidos, al mismo tiempo que se trabaja por cambiar las estructuras que dan lugar a la pobreza. Y cada cual puede optar por perseguir los cambios estructurales que prefiera: habrá quien siga creyendo, a pesar de las evidencias, que una revolución de carácter comunista es lo que traerá prosperidad a los pueblos; otros, preferirán promover el libre comercio y la democracia liberal como modo de hacer progresar a las naciones. Pero ni una cosa ni otra son incompatibles con tender la mano a quien está sufriendo a tu lado, en este momento concreto y en este instante concreto.
A menos, claro está, que lo que uno quiera es que los pobres estén lo más depauperados y desesperados posible, para así acelerar los estallidos sociales. Pero, en ese caso, lo que uno estaría demostrando es que el sufrimiento de las personas le importa un bledo, y solo las utiliza como instrumento para conseguir sus fines políticos.
Nadie puede sostener que le importa el sufrimiento de los demás y, a la vez, condenar a quienes practican la caridad aliviando el sufrimiento concreto de personas concretas.
Al final, las hermosas teorías van y vienen por el mundo, causando progresos y retrocesos, provocando guerras o desarrollos, desembocando en liberaciones o en nuevas formas de opresión. Pero es la labor callada del que asiste al que sufre la que consigue que este enfermo de sida pase sus últimos días de vida con dignidad, o que se salve esa familia a la que el hambre iba a llevar a la muerte, o que aquella niña de allá sea rescatada de las redes de la prostitución infantil.
¿Caridad o revolución? Pues... demuéstrame primero, con tu caridad, que te importa el sufrimiento de los demás, y entonces a lo mejor te creo luego cuando me hables de gloriosas revoluciones.