Como ya saben ustedes, la restauración borbónica tras el fiasco de la Primera República dio paso a un sistema de relativa estabilidad interior y de crecimiento económico. Aunque esa estabilidad estaba basada no en la ausencia de problemas, sino en su ocultación. Al final, los problemas ocultos y no resueltos terminaron por estallar, provocando el colapso del sistema.
En el terreno político, esa estabilidad impostada se basaba en el mecanismo de turnismo, con el que los conservadores y los liberales (la derecha y la izquierda de la época) se alternaron estrictamente en el poder durante 40 años. Los resultados de las elecciones en ese tiempo, desde la promulgación de la Constitución de 1876, fueron los siguientes:
1879: mayoría conservadora
1881: mayoría liberal
1884: mayoría conservadora
1886: mayoría liberal
1891: mayoría conservadora
1893: mayoría liberal
1896: mayoría conservadora
1898: mayoría liberal
1899: mayoría conservadora
1901: mayoría liberal
1903: mayoría conservadora
1905: mayoría liberal
1907: mayoría conservadora
1910: mayoría liberal
1914: mayoría conservadora
1916: mayoría liberal
Por supuesto, se trataba de mayorías artificiales, pactadas entre las cúpulas de los partidos y los diversos sectores y caciques encuadrados en cada uno. De hecho, lo que se hacía era entregar el gobierno al partido de la oposición no después de las elecciones, sino antes. Y el nuevo gobierno se encargaba de convocar nuevas elecciones para legitimarse. Por ejemplo, en 1880 presidía el gobierno el conservador Cánovas, con una mayoría de diputados conservadores. En 1881, Cánovas cede el gobierno (sin convocar elecciones) al liberal Sagasta y es ese gobierno liberal el que convoca nuevas elecciones, obteniendo los liberales la correspondiente mayoría parlamentaria. Luego la jugada se repetía a la inversa, cediendo los liberales a los conservadores el gobierno antes de las siguiente elecciones.
Las elecciones se amañaban directamente, indicando el gobierno a quién había que votar en cada circunscripción y encargándose los caciques locales, a cambio de la correspondiente contraprestación, de obtener el resultado deseado. Y para ello se recurría a lo que hiciera falta: manipulación del censo mediante los denominados lázaros (es decir, muertos que votaban) o los cuneros (es decir, gente traída de fuera de una circunscripción para votar); utilización de papeletas preconfeccionadas, que se guardaban en un puchero y se iban añadiendo a la urna a conveniencia (de donde viene la palabra pucherazo); colocación de determinadas urnas en lugares donde fueran imposibles de encontrar, en las circunscripciones donde la mayoría de los electores no fuera la deseada...
El sistema se basaba en las negociaciones entre sectores, la corrupción y la compraventa de favores. Y las consecuencias de ese caciquismo corrupto fueron una clase política y una acción de gobierno que no estuvieron a la altura de los problemas, exteriores e internos, que España tenía planteados. El asesinato de Cánovas en Mondragón en 1897, el Desastre del 98 y la muerte de Sagasta en 1903 marcaron el inicio del declive. Y aquel sistema que había fingido estabilidad durante el reinado de Alfonso XII y la Regencia de María Cristina empezó a hacer aguas por todas partes con Alfonso XIII.
Todos los problemas larvados (los nacionalismos, la violencia anarquista, los movimientos sindicales, la desigual industrialización, la pérdida de peso internacional, la galopante corrupción, la guerra en Marruecos...) terminaron por aflorar, haciendo que se viniera abajo un sistema que ya no daba para alimentar a un número cada vez mayor de caciques y de grupos de interés, cada uno de los cuales quería su parte de la tarta. Demasiado comensal para tan poco pastel.
Son muchas las lecciones que cabe extraer de aquel período:
- la primera, que resulta perfectamente posible mantener la estabilidad en una nación aquejada de gravísimos problemas. Para ello, basta con ignorar los problemas y dejar que se vayan pudriendo.
- la segunda, que cuanto menos poder tenga la ciudadanía y más poder concentren las élites, mayores probabilidades hay de que los problemas no lleguen a abordarse de la forma requerida, porque la acción de gobierno se dirige no a defender los intereses de la Nación, sino a satisfacer los deseos de los grupos de presión que trafican con el poder.
- la tercera, que la estabilidad política no es un bien en sí mismo. De hecho, si la estabilidad se consigue por el procedimiento de ignorar los problemas y de manipular a la ciudadanía, entonces no solo no es un bien, sino que resulta indeseable y perjudicial.
- y la última lección es que los problemas, cuando se los ignora, no hacen más que crecer. Y la tensión acumulada termina estallando de forma incontrolada.
Pero bueno, todo esto son cosas que pasaban hace un siglo. Afortunadamente, España es hoy distinta, ¿verdad?