"No soy independentista. Ni catalana, ni española". Así se expresa Ada Colau en una entrevista publicada ayer en el diario El Mundo.
¿Independentista española? ¿Qué narices quiere decir eso? ¿Podría señalarnos la señora Colau algún independentista español, para saber a qué se refiere? ¿De qué quieren independizarse los independentistas españoles, dado que España ya es un país independiente?
La frase, por supuesto, no tiene ningún sentido. Y la señora Colau es perfectamente consciente de ello. Se trata de una fórmula ritual más, una de tantas, para expresar una supuesta equidistancia entre el nacionalismo y el no nacionalismo en Cataluña. Como aquella otra frase hueca de "yo no soy ni separatista, ni separador", "yo no soy nacionalista, ni catalán, ni español", etc...
Y lo malo de esa fórmula ritual expresada por Ada Colau no es su absoluta falta de contenido lógico, su vaciedad... sino que la equidistancia que expresa es una simple farsa.
El de la izquierda catalana es un fenómeno curioso. Es Cataluña uno de los lugares de España donde la izquierda, también la radical, ha tenido más desarrollo y más pujanza, desde las postrimerías del franquismo. Y no es raro que se hayan hecho desde el poder los más ímprobos esfuerzos para desactivar y neutralizar esa izquierda. Lo verdaderamente sorprendente es que esa izquierda se haya dejado neutralizar con tanta facilidad.
Ya desde antes de la Transición, se hizo lo posible y lo imposible, lo legal y lo ilegal, para destruir el anarquismo catalán y para reconducir hacia el nacionalismo al resto de corrientes de izquierda, desde la socialista hasta la comunista.
El método era sencillo: dando por hechas la pujanza de la izquierda catalana y la imposibilidad de desarticularla, se trataba de redirigirla para que abandonara la reivindicación social y se centrara en otra cosa. En otras palabras: para evitar que la izquierda catalana fijara su objetivo en la revolución social, era necesario darle algo con lo que entretenerse. Y ese algo fue la reivindicación nacionalista. En el terreno simbólico, podríamos decir que la operación consistía en hacer que arriaran las banderas rojas y las sustituyeran por las catalanas. ¿Qué mejor manera de tener entretenido a un activista, que hacerle centrarse en cosas que no significan ninguna amenaza para los que se reparten el poder político y económico?
¡Y vaya si la operación tuvo éxito! El anarquismo catalán, el único sector que hubiera sido imposible llevar del ronzal hacia el nacionalismo, fue neutralizado mediante una serie de episodios turbios y turbulentos. El socialismo y el comunismo catalanes, por su parte, fueron directamente puestos al servicio de la oligarquía nacionalista, utilizando el voto obrero y castellanohablante para consolidar el poder de las familias tradicionales de la burguesía barcelonesa.
Y fue con la complicidad de los dirigentes de la izquierda catalana como se instauró un sistema donde el idioma mayoritario de las clases populares es proscrito, mientras se impone el de la clase alta catalana; donde la abundancia de Pérez y Martínez entre la población general no se ve reflejada en una igual abundancia de Pérez y Martínez entre la clase política; donde estructuras de poder mafiosas se reparten el pastel político y económico con total descaro y casi total impunidad; y donde esa estructura de dominio de la oligarquía catalana se justifica y racionaliza en nombre de la reivindicación nacional.
Y la farsa se mantuvo hasta que llegó la crisis y, con ella, la contestación social, en forma de 15M. Resulta sintomático que, durante el periodo álgido del 15M, en la prensa madrileña se descalificaba a los manifestantes tildándolos de peligrosos elementos de extrema izquierda y filoetarras, mientras que en la prensa barcelonesa se tildaba al 15M de españolista y filonazi.
De repente, las caretas habían caído y los manifestantes barceloneses amenazan con arrojar al suelo las banderas nacionalistas, para volver a izar las banderas rojas. Urgía evitar que eso sucediera, y una de las razones del pulso soberanista planteado en estos años fue, precisamente, reconducir de nuevo la indignación social por los cauces del nacionalismo, para evitar que discurriera por los del socialismo.
Y otra vez son los dirigentes de la izquierda catalana los que vuelven a desempeñar el papel crucial, como encargados de apacentar el rebaño de votantes de izquierda, encaminándolo hacia los pastos inocuos de la reivindicación nacional.
¿Cómo hacerlo? Desde luego, no de forma directa y clara. Para separatismo puro y duro ya están ERC y las CUP, que tienen el mercado que tienen: más bien limitado. El problema son todos esos otros votantes de izquierda que no se sienten en absoluto nacionalistas y cuyo voto hay, de todas formas, que secuestrar. Y para eso es necesario disfrazar el mensaje y recurrir a las equidistancias: "yo no soy independentista, ni catalana, ni española", etc., etc., etc.
Son los farsantes como Ada Colau los principales responsables de la traición a la izquierda catalana, los principales artífices de su sumisión lacayuna a la oligarquía formada por las cuatrocientas familias de siempre.
Si los votantes de la izquierda barcelonesa piensan que Ada Colau va a llevar adelante un verdadero proyecto social, que pierdan toda esperanza. La misión de Colau no es otra que volver a engañar a la levantisca izquierda catalana y ponerla al servicio, como tantas veces antes, de un statu quo donde los Pérez y los Martínez no tienen cabida.