Que estamos en la ruina es un hecho. El debate ya no se centra en si vamos a quebrar, sino en cuáles serán las consecuencias de esa quiebra que ya se da por descontada.
Cada vez se alzan más voces reclamando una terapia de choque. Se plantea incluso la posibilidad de formar un gran gobierno de coalición, que afronte desde una óptica no partidista lo que ya constituye una auténtica situación de emergencia en el terreno económico. Un gran gobierno de coalición capaz de imponer una serie de reformas económicas que, aunque no eviten la quiebra, al menos aminoren sus efectos.
Pero ese planteamiento es profundamente incorrecto, porque parte de un error de concepto: confundir la enfermedad con el síntoma.
Nuestro problema - nuestra enfermedad - no es la ruina económica: la quiebra de nuestras finanzas no es más que la manifestación - el síntoma - del verdadero problema de fondo, de la verdadera enfermedad, que no es otra que la ruina institucional.
Todos los países han sufrido la crisis desatada por el estallido de la burbuja inmobiliaria global. Pero, mientras que otras naciones han recuperado ya la senda del crecimiento, en España las consecuencias de la crisis han sido mucho más calamitosas y amenazan con derivar en un estancamiento de larga duración. Porque, a diferencia de otros países que cuentan con instituciones sólidas, en España tenemos un sistema político profundamente perverso. Nuestras democracia está gravemente enferma y es esa enfermedad la que nos hace mucho más vulnerables a cualquier crisis.
Contamos con un estado autonómico inviable y con un sistema político nada representativo, y el mantenimiento de ese estado y de ese sistema requiere de ingentes cantidades de dinero, que se invierten en comprar una estabilidad artificial.
Ese dinero se invierte, por ejemplo, en mantener unos partidos y unos sindicatos que no podrían vivir de las cuotas de sus afiliados. Se invierte en dar de comer a dieciocho redes clientelares distintas, que refuerzan el poder caciquil del gobierno central y los gobiernos autonómicos. Se invierte en generar tensiones territoriales artificiales, que falsean el debate político y destruyen lentamente el poder y la cohesión del Estado.
Mientras no afrontemos ese problema, mientras no encaremos el verdadero origen de nuestros males, cualquier medida exclusivamente económica será inútil, además de inmoral.
Inmoral, porque no se puede exigir sacrificios a los ciudadanos mientras se sigue malgastando el dinero a manos llenas por parte de las distintas administraciones públicas. E inútil porque, aunque se consiguiera estabilizar temporalmente las cuentas por el procedimiento de empobrecer significativamente a los españoles, el motor de nuestra economía no podrá funcionar a pleno rendimiento mientras no se deje de desperdiciar dinero en rozamiento interno. ¿Cómo puede ser competitiva, por ejemplo, una pequeña o mediana empresa española que se ve forzada a lidiar con dieciocho legislaciones diferentes?
En consecuencia, ¿qué es lo que se debe hacer? Pues aprovechar la oportunidad que la crisis nos presenta para reclamar las verdaderas reformas estructurales que nuestro país necesita.
Lo que debemos exigir no es que se pongan en marcha medidas de ajuste duro que hagan recaer el peso de la crisis sobre las espaldas de los ciudadanos, sino que se acometan las reformas estructurales que permitan evitar otras crisis similares en el futuro:
- es el momento de reclamar un desmantelamiento parcial y una armonización del actual sistema autonómico;
- es el momento de exigir reformas que incrementen la participación ciudadana y la representatividad del sistema parlamentario;
- es el momento de acabar de raíz con el asalto nacionalista a la Constitución y poner en marcha políticas de estado que defiendan los intereses reales de los españoles, dentro y fuera de nuestras fronteras.
Voy más allá: no sólo no debemos exigir que se apliquen medidas de ajuste duro a los españoles, sino que debemos oponernos activamente a que esas medidas de ajuste duro se apliquen mientras no se hayan acometido, con carácter previo, esas otras reformas que permitan atajar el verdadero problema de fondo.
Debemos, por ejemplo, oponernos a cualquier bajada de las pensiones mientras no se ponga coto al despilfarro autonómico: acabemos primero con las redes clientelares y exijamos luego a los pensionistas que se ajusten el cinturón.
Siempre me han hecho mucha gracia esos anuncios donde se pide a la gente que ahorre agua al lavarse los dientes. Y me hacen gracia porque, cada vez que los oigo, me acuerdo de que más de un 30% del agua captada se pierde en las fugas de los propios sistemas públicos de conducción, por un mantenimiento inadecuado de las cañerías. Y me acuerdo también de que, a través de la desembocadura del Ebro, se tiran al mar más de 130.000 litros de agua dulce por habitante y año. Esos 130.000 litros por habitante tirados al mar darían para que nos laváramos los dientes varias decenas de veces al día, hasta desgastárnoslos.
Pues bien, de la misma manera que no tiene sentido pedir a los ciudadanos que ahorren un poco de agua mientras se desperdician por otro lado cantidades ingentes, tampoco tiene sentido pedir a los ciudadanos sacrificios mientras el estado sigue derrochando el dinero con prodigalidad.
¿Ajuste duro? Reparemos primero las cañerías del estado y evitemos que se viertan cataratas de dinero en el mar de la corrupción, de las tensiones autonómicas y del clientelismo.
Exijamos, antes que nada, que se aprieten el cinturón las propias administraciones y aprovechemos para pedir la reforma del estado autonómico, la separación de poderes y la profundización en los mecanismos de participación democrática.
Exijamos, en definitiva, que no traten de socializar el coste de la crisis quienes no quieren otra cosa que perpetuar los vicios que han dado origen a la presente ruina.
De lo contrario, no sólo estaríamos haciendo recaer el peso principal de la crisis sobre quienes no la han provocado, no sólo estaríamos renunciando a pedir responsabilidades a los verdaderos culpables de nuestra ruina, sino que estaríamos desaprovechando esa oportunidad de oro (quizá la última) que la crisis nos presenta para mejorar nuestra maltrecha democracia.