En La ilusión republicana, María José Villaverde, profesora de Ciencia Política en la Universidad Complutense, desmonta con rigor, claridad y contundencia los mitos fabricados por quienes pretenden dar carpetazo a la democracia liberal, "convertir la historiografía en ideología" y reemplazar el principio de neutralidad liberal ("Cada ser humano es digno de la máxima consideración y de un trato igual [al recibido por sus semejantes], cualesquiera sean sus convicciones y su proyecto de vida") por una virtud que se parece demasiado al vicio.
En este revival del republicanismo, caracterizado por la reivindicación del ciudadano comprometido con su colectividad y el monismo, es decir, la incapacidad para concebir intereses individuales separados de los de la res publica, algunos han recreado unas tradiciones supuestamente republicanas y liberales a base de anacronismos y selecciones tan arbitrarias que producen sonrojo; o cierta indignación, como la que, sin quitar solidez a los argumentos esgrimidos, recorre las páginas de esta obra.
La tradición republicana, que ni debe entenderse como rechazo a la monarquía ni ha de considerarse patrimonio exclusivo de la izquierda, se remonta a la noción aristotélica de zoon politikón, según la cual el hombre sólo alcanza su plenitud participando en la política de la comunidad. Una concepción opuesta rechaza la participación política en aras de la privacidad y la realización personal. Hablamos de Sócrates, los cínicos y los epicúreos, así como de quienes, entre los siglos XVII y XIX, saludan la modernidad y denuncian inventos como la Commonwealth teocrática de Cromwell, la utopía comunitarista de Rousseau y los experimentos jacobinos, herederos de una determinada teología y del "grito desesperado" ante el fin del mundo precapitalista lanzado por el pensador ginebrino. Ahora bien, ya Cicerón había cuestionado algunas verdades de la virtud aristotélica y proclamado la igualdad universal, o lo que es lo mismo, que todos los seres humanos son igual de dignos, noción que heredará el cristianismo.
La profesora Villaverde denuncia que algunos tratan de presentar a Cicerón y a Maquiavelo como equivalentes. Lo cierto es que el cosmopolitismo del romano y su renuncia a justificar la vileza en la consecución de un fin superior (léase nacional, por ejemplo) le hacen incompatible con el republicanismo del florentino. La trampa consiste en dulcificar los aspectos más escandalosos de éste mezclándolos con el humanitarismo, y el objetivo, proponer una alternativa a la democracia liberal fácilmente digerible.
También se ha intoxicado a cuenta del sistema de gobierno vigente en ciertas ciudades italianas durante la Baja Edad Media, cuyas falsas credenciales democráticas y liberales (los datos demuestran que se trataba de regímenes aristocráticos en los que sólo una minoría tenía derechos) ya fueron cuestionadas por Hobbes, que equiparó el despotismo otomano con el republicanismo italiano y aseguraba que lo importante no es quién detenta el poder, sino cómo se ejerce éste. Villanueva considera al inglés el padre del liberalismo, ya que estableció unos conceptos de libertad y poder basados en la utilidad individual y no en la obligación moral colectiva.
La autora de La ilusión republicana se muestra especialmente crítica con quienes, además de subvertir el concepto maquiavelino de virtù (todo vale con tal de controlar el mundo), nos presentan al florentino como un igualitarista. En este punto cabe recordar que Isaiah Berlin interpretaba el pensamiento de Maquiavelo como una vuelta a la ética de la polis, agresiva y violenta, frente al discurso de paz de los liberales, que no se preocupan de enderezar sociedades minadas por la corrupción, tal y como hacen los ideólogos del republicanismo contemporáneo a la hora de criticar el capitalismo.
Otro mito republicano es la commonwealth, que no república, de Cromwell, un sistema despótico basado en el "derecho divino" de los "santos" a gobernar y que derivó en una tiranía personalista de la que renegaron algunos de sus primeros partidarios. Fue en ese contexto de guerra y opresión que se produjeron las reflexiones en torno a la libertad, el poder y la vida que dieron origen al liberalismo.
También la Revolución Americana ha sido motivo de controversia. Por diversos motivos, algunos autores se han empeñado en rebajar la influencia de Locke y Montesquieu y poner el énfasis en aquellos comunitaristas nostálgicos que durante la redacción de la Constitución perdieron la batalla de las ideas frente a quienes, como Hamilton y Madison, se sentían "asqueados y horrorizados por la historia de las antiguas repúblicas de Grecia y de Roma". Llama la atención que, en la actualidad, tanto los marxistas como la llamada derecha cristiana apelen a los puritanos radicales del siglo XVII para asentar la tradición americana sobre unas bases que poco tienen que ver con la letra y el espíritu de la Declaración de Independencia y la Constitución de los EEUU.
Villaverde se detiene igualmente en Rousseau y los jacobinos, con su peculiar rechazo al yo y su panoplia de excelencias espartanas. El ensalzamiento de los jacobinos y de su catálogo de virtudes –con su atención al porte, el vestido y el comportamiento personal–, en el que se adivina la influencia de Rousseau y los moralistas cristianos vinculados al jansenismo, por parte de algunos comunitaristas de nuestro tiempo es, a juicio de Villaverde, altamente preocupante. Este deseo de poner orden en el desorden de la sociedad humana conduce necesariamente a la revolución violenta, a "la autarquía más feroz" y a la negación de derechos como el de propiedad, en beneficio de "los viejos principios –Dios, Patria, Virtud–, que la vida moderna estaba arrinconando en aras de otros como la felicidad, [el] progreso, [la] riqueza, [el] lujo [y el] bienestar".
Se trató de una retórica totalizante que trataba de renaturalizar al hombre o doblegar su naturaleza hasta convertirlo en virtuoso, algo que ciertos teóricos contemporáneos disfrazan de progresismo o incluso de liberalismo. Frente a esto encontramos a Montesquieu, que, al igual que Hobbes, dijo que las repúblicas italianas eran "el reino de la arbitrariedad", y a verdaderos ilustrados como Diderot y Condorcet, o incluso a Kant, cuyo pacifismo no se entiende sin el liberalismo de Adam Smith, a quien algunos han intentado convertir en un pensador republicano, empresa que a juicio de Villanueva requiere "fuertes dosis de imaginación".
Precisamente a la imaginación han de recurrir los promotores de las diversas alternativas republicanas para esquivar este dilema que se les plantea: defender las ideas de sus autores de referencia hasta sus últimas consecuencias, que poco o nada tienen que ver con los derechos individuales, la paz y el pluralismo, o manipularlos para reinterpretarlos en clave comunitarista, patriótica, confesional o socializante. Pensemos por ejemplo en los llamados neo-aristotélicos y republicanos instrumentales, incapaces de articular una alternativa al liberalismo sin acabar con más de dos siglos de constitucionalismo o acabar en el neo-absolutismo.
En este sentido, las críticas al republicanismo hechas por autores socialistas como Félix Ovejero, que denuncia los aspectos particularistas, excluyentes y conservadores de algunas propuestas "cívicas" formuladas desde lugares tan diversos como el comunitarismo de Taylor, el neoconservadurismo de Gertrude Himmelfarb y el llamado liberalismo social, son de gran utilidad a la hora de discernir el ramalazo reaccionario de buena parte de los antiliberalismos zurdos y derechos más de moda. Así, el republicanismo se convierte en "una política de riesgo, una política sin garantías", que confía a la "mano de hierro" de las instituciones la modelación de ciudadanos virtuosos.
En fin, y como afirma la autora en uno de los capítulos finales de este gran libro, cuya claridad le hace accesible para el público (culto) general:
Si la libertad de hacer el mal no es libertad, entonces, ¿qué es? El lema rousseauniano de obligar a ser libres es, tal vez, la versión más radical de una teoría que hunde sus raíces en el pensamiento platónico y que apuesta por un régimen autoritario cuya misión es imponer el bien. Perspectiva que heredaron los jacobinos y que mantienen hoy todos aquellos que creen en la existencia de un único bien que debe ser impuesto, aunque sea por la fuerza. Pues la convicción de que sólo hay una forma de vida correcta conduce fatalmente a la coacción.
Lo queramos o no, el liberalismo sigue siendo una pista de vía estrecha.