Quería, como todos los grandes pensadores de España, la interpretación española del mundo. Por eso, y porque le sobraba coraje ciudadano, no se cansó de repetir en el siglo XX lo que sentenció otro gran español del XVI: "Las esperanzas cortesanas / prisiones son do el ambicioso muere / y donde al más activo nacen canas".
A la vuelta del exilio, Unamuno fue el símbolo de una España renacida. Unamuno llegó a tener voz, fue de los pocos escritores españoles que han sido escuchados en la historia de España. La gente no sólo lo estudiaba, sino que era consumido como alimento espiritual. No se trataba de popularización alguna, sino que su palabra se difundía, trascendía, tal y como conviene al pensamiento. Su palabra, sus actuaciones, sus artículos, como también sucedió con Ortega, trascendían, estimulaba la inteligencia a la vez que la aplacaba. Pues que la sed y el hambre de la palabra, como dijera la gran María Zambrano, se encienden apaciguándose.
Unamuno es poeta, dramaturgo, ensayista y, sobre todo, filósofo a la manera española, o sea, un grandioso novelista. Paz en la guerra, de 1897, señala el camino del siglo XX. Fue el primero en acometer este asunto tan español de las guerra civiles. ¡Malditas guerras civiles! Heridas en las que algunos siguen hurgando sin piedad y con saña.
Rubén Darío, el poeta sabio de sonoridades, dijo que Unamuno era más que nada poeta. Gran poeta. Sus endecasílabos cortados a cuajo son un ejemplo de aparente dureza expresiva pero de ternura máxima:
Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
y en tu nada recoge estas mis quejas,
Tú que a los pobres hombres nunca dejas
Sin consuelo de engaño. No resistes
A nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.
Los novelistas, los grandes de la novela actual, no dejan de pregonar que Unanumo sigue siendo el más vivo, el más gastado, el más grande de los novelistas españoles. También un filósofo, un gran filósofo, Julián Marías, el hombre más fiel a Ortega, nos ha enseñado que no hay contradicción entre Unamuno y Ortega: son complementarios. Unamuno era un novelista espléndido, y como tal tenía desconfianza en la razón, al tiempo que Ortega era partidario de la razón vital, histórica, y por tanto de la razón narrativa.
Hoy, sin embargo, lo traigo aquí porque es un gran filósofo. Su gran obra, sin duda alguna, es El sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, que ha sido publicada una vez más en la colección 'Los esenciales de la filosofía' de la editorial Tecnos. Varias novedades tiene esta edición. En primer lugar, se publica por primera vez, algo inexplicable, Tratado del amor de Dios, redactado por Unamuno entre 1905 y 1908. En segundo lugar, para vergüenza de la universidad y el mundo editorial español, es la primera edición crítica del texto filosófico más importante de Unamuno, seguramente uno de los más importantes de la filosofía del siglo XX: El sentimiento trágico de la vida en los hombres y los pueblos.
La edición de Nelson Orringer es, sencillamente, magnífica desde el punto de vista filológico. Nos muestra con precisión que entre la primera versión del Tratado del amor de Dios, que fue la base para concebir y desarrollar El sentimiento trágico de la vida, y la que aquí se ofrece, según el manuscrito inédito durante casi un siglo, hay diferencias muy significativas e incluso sustanciales en lo que podríamos llamar la idea de Dios.
Así pues, dejando aparte el excelente trabajo de anotación crítica de las obras de Unamuno, el mayor mérito de esta edición es que tenemos dos libros, dos grandes obras de Unamuno, en un único volumen. Las sólidas razones, y también los motivos más propiamente irracionales, que dieron lugar a estas obras están muy bien justificadas en la introducción de Orringer.
Si alguien preguntara sobre la singularidad del mensaje fundamental de El sentimiento trágico, no dudaría en responder que es la obra más apasionada de la historia de la filosofía para hacerse cargo del valor humano, demasiado humano, de la religión para el hombre de carne y hueso. En efecto, nadie mejor que Unamuno ha conseguido pensar que la religión es pura fórmula racionalista, una vacuidad moral, sin ese sentimiento o hambre de inmortalidad que anida en todo ser humano o pueblo desarrollado. Eso es exactamente el sentimiento trágico. La vida, o mejor, el deseo de perdurabilidad eterna es la base de la civilización.
He ahí la gran lección de Unamuno para quienes han olvidado que la religión no puede sentirse ni comprenderse si no es en forma concreta; "para nosotros –dice Unamuno–, el cristianismo". O sea, "todo europeo culto de nuestros días es cristiano, quiéralo o no, que lo sepa o que no lo sepa. Entre nosotros se nace cristiano y se respira el cristianismo, y no menos los que más abominan de él".