Aun así, hay casos en que las memorias pueden ser hasta recomendables. El libro de Carlos Sabino es uno de ellos. Para quienes no lo conozcan, Sabino es columnista habitual de AIPE, la increíble agencia de artículos de opinión en lengua española de Carlos Ball. Sabino –y Ball, y la gente de AIPE– hace gala de liberalismo en un continente, el latinoamericano, donde defender un centímetro cuadrado de libre mercado es tan heroico como suicida.
Exageraciones aparte, este profesor de Sociología ofrece un retrato de una época revolucionaria en la que el exceso era la norma y la juventud se lanzaba a las calles con ansias totalitarias. Sabino pasó de una Argentina en la que, en plena adolescencia, la policía le tenía fichado por marxista a un Chile de donde, golpe mediante, se vio obligado a huir, para acabar en un país como Venezuela, donde el gran amigo de Felipe González, Carlos Andrés Pérez, todavía no había comenzado a malversar fondos públicos.
Tal era su dogmatismo entonces que, con Engels, pensaba que la familia era una institución burguesa cuya eliminación era precisa para caminar hacia la utopía amada. Semejante visión encajaba perfectamente con la tensión que existía entre sus padres y él, a consecuencia del progresivo desprecio por su propio futuro y de la obsesión política que le devoraba. Ahora bien, con el tiempo su apasionamiento se fue consumiendo, como la llama de una cerilla.
Fueron los acontecimientos y su capacidad crítica, fuera de lo común, los elementos que le demostraron que el comunismo, en esencia, era una dictadura de partido que conducía a la sustitución de la burguesía por los burócratas como clase dominante, pero con un ingrediente añadido sumamente pernicioso: el genocidio.
"Pensaba que los crímenes cometidos para imponer el socialismo, justificados por sus partidarios como inevitables, construían un camino que los alejaba de los fines que, precisamente, decían perseguir –escribe Sabino–. No era esclavizando al hombre como se podía liberarlo, no era mediante la explotación que se iba a conseguir la igualdad". Tal era su cuestionamiento del izquierdismo, que se atrevió a dudar de "la propia idea de revolución" y a considerar que tanto el socialismo como el capitalismo eran dos "sistemas de dominación" indefendibles.
Fue testigo de primera mano del fracaso de las soluciones socialistas. Así, en Chile observó que Allende, con sus políticas, disparaba la inflación y generaba una escasez de alimentos sin precedentes. Tras alcanzar tales conclusiones, su revolución interna le condujo a virar hacia el anarquismo, ya que los ácratas parecían ser menos dogmáticos, como lo demostraba lo poco que se parecían entre sí Stirner y Bakunin.
Durante un tiempo vivió en Perú, y el hecho de que allí las tiendas estuvieran llenas, no se utilizase el trueque y no campase la violencia por sus respetos, justo lo contrario de lo que sucedía en Chile, le hizo ver que era importante "vivir en una economía de mercado, donde la gente pudiese trabajar, comprar y vender libremente sin las odiosas restricciones de una burocracia todopoderosa".
Pero parar llegar definitivamente al liberalismo tuvo que leer a los clásicos, sobre todo a Adam Smith. Leyendo al escocés se percató de que había estado errado, como tantos otros de su generación:
[Smith había comprendido que] los fenómenos sociales no derivan de la voluntad directa de los hombres, ni de las fuerzas naturales que operan por completo más allá de su control, sino que son la resultante de sus infinitas interacciones, pero de interacciones que, al sumarse e integrarse, determinan un producto nuevo, en el que los hombres no reconocen su obra porque no se ajusta al designio de ninguno de ellos en particular.
Y al atreverse con Friedman descubrió, con una mezcla de sorpresa y gozo, que el Nobel desmanteló los "mitos" de los "sedicentes" progresistas, "que defendían, en el fondo, sus propios privilegios y prebendas". A partir de ese momento, su vida cambió. Pasó a dirigir el Centro de Divulgación del Conocimiento Económico para la Libertad, el Cedice, un verdadero oasis de libertad en Venezuela, que actualmente encabeza una de las liberales con más coraje de toda Latinoamérica, Rocío Guijarro.
Como rezaba un título de Popper, la suya fue una "búsqueda sin término" que le condujo a formar parte de la Mont Pelerin Society, la más importante asociación liberal del mundo (fundada por Hayek, ha tenido entre sus miembros, por ejemplo, a Mises y a Friedman), y a convertirse en un referente de la lucha por la libertad en Venezuela.
A muchos, la historia de Sabino les puede parecer la suya propia, o un remedo de lo que, de alguna forma, pasaron otros tantos personajes, como Federico Jiménez Losantos o Javier Rubio. Sea como fuere, la de Sabino es la historia de cómo Latinoamérica se equivocó al abrazar el izquierdismo.
Parafraseando el título, todos nos equivocamos; lo que pasa es que unos persisten en el error y otros lo superan. La diferencia entre unos y otros la explican la vida y la obra de Carlos Sabino. Sin duda, unas memorias para recuperar la verdadera "memoria histórica".
CARLOS SABINO: TODOS NOS EQUIVOCAMOS. Grito Sagrado (Buenos Aires), 2007, 349 páginas.