Esto ha calado de tal manera, que los que no se consideran del ala zurda con facilidad se entregan con armas y bagajes y abandonan el cultivo de la realidad a aquellos que aspiran al monopolio del mismo, sin perjuicio de hacer de empresarios de productos culturales.
Actitud ciertamente suicida o, si no, de amantes de ser esclavizados, pues ¿qué otra cosa es ver el mundo a través de ojos ajenos, o prestar como guantes las propias manos para que sean otras, dentro de ellas, las que modelen la realidad? Cómodo acaso sea dejarse llevar; en cambio, la cultura, el tomar el mundo personalmente e inscribirlo en un sentido último, requiere esfuerzo. ¿No estará ahora radicalmente en juego, en el debate cultural, la libertad de buscar el último para de la realidad y de definirse en función de él?
Este tópico ha sido alimentado por variados mitos históricos. Uno de ellos es el de que, tras la guerra, la cultura se fue con los exiliados y quedaron solamente los mediocres; España se convirtió en una planicie desierta. Es ya clásico el artículo de Julián Marías, "La vegetación del páramo", con que sale al paso de esto, casi limitándose a hacer un enunciado, sin pretensión de exhaustividad, de la producción intelectual de la posguerra. Pero no se trataba solamente de personas singularmente dotadas que aisladamente se dedicaran a escribir, pensar o investigar. La vida no era tan monolítica en la dictadura; parte de la riqueza del páramo fue también el debate sobre cuestiones centrales para la cultura, como el modo de entenderla.
Antonio Martín Puerta le ha dedicado a esto último un interesante libro, Ortega y Unamuno en la España de Franco. El debate intelectual durante los años cuarenta y cincuenta. Sus páginas no son solamente una fuente de conocimiento de aquel período, en lo que a lo cultural se refiere, también una ocasión para reflexionar, a partir de las posturas de antaño, sobre las de hogaño y lo que nos esté demandando el porvenir.
Ciertamente, las circunstancias eran bien distintas; esto le da un color propio e irrepetible a aquella encrucijada de la vida española en la que se preguntaban por los límites de la apertura cultural, si ésta se debía dar o no. Un debate, cristalizado principalmente en torno a las figuras de Unamuno y Ortega, en el que estaba presente tanto lo político como lo religioso. En el lado aperturista había cristianos, haciendo pie en la afirmación de S. Justino: "Cuanto de bueno está dicho en todos ellos, nos pertenece a nosotros los cristianos", y falangistas de subsuelo liberal; querían recuperar el pensamiento español previo a la guerra civil, asimilar lo más posible de los intelectuales del regeneracionismo del 98 y de los escritores de cuño liberal. En el otro, en buena medida, cierta inseguridad en lo propio y algo de temor a lo novedoso y distinto llevaban a aferrarse a una interpretación eleática de la realidad y la fe con la que se había identificado no poco a éstas.
El cambio del panorama político con el de gobierno en 1957 y del eclesial con el Vaticano II decantó definitivamente la resolución del debate. Y sus secuelas, claro está, fueron notables. Son elocuentes las palabras que el autor recoge de Fernández de la Mora:
Actitud ciertamente suicida o, si no, de amantes de ser esclavizados, pues ¿qué otra cosa es ver el mundo a través de ojos ajenos, o prestar como guantes las propias manos para que sean otras, dentro de ellas, las que modelen la realidad? Cómodo acaso sea dejarse llevar; en cambio, la cultura, el tomar el mundo personalmente e inscribirlo en un sentido último, requiere esfuerzo. ¿No estará ahora radicalmente en juego, en el debate cultural, la libertad de buscar el último para de la realidad y de definirse en función de él?
Este tópico ha sido alimentado por variados mitos históricos. Uno de ellos es el de que, tras la guerra, la cultura se fue con los exiliados y quedaron solamente los mediocres; España se convirtió en una planicie desierta. Es ya clásico el artículo de Julián Marías, "La vegetación del páramo", con que sale al paso de esto, casi limitándose a hacer un enunciado, sin pretensión de exhaustividad, de la producción intelectual de la posguerra. Pero no se trataba solamente de personas singularmente dotadas que aisladamente se dedicaran a escribir, pensar o investigar. La vida no era tan monolítica en la dictadura; parte de la riqueza del páramo fue también el debate sobre cuestiones centrales para la cultura, como el modo de entenderla.
Antonio Martín Puerta le ha dedicado a esto último un interesante libro, Ortega y Unamuno en la España de Franco. El debate intelectual durante los años cuarenta y cincuenta. Sus páginas no son solamente una fuente de conocimiento de aquel período, en lo que a lo cultural se refiere, también una ocasión para reflexionar, a partir de las posturas de antaño, sobre las de hogaño y lo que nos esté demandando el porvenir.
Ciertamente, las circunstancias eran bien distintas; esto le da un color propio e irrepetible a aquella encrucijada de la vida española en la que se preguntaban por los límites de la apertura cultural, si ésta se debía dar o no. Un debate, cristalizado principalmente en torno a las figuras de Unamuno y Ortega, en el que estaba presente tanto lo político como lo religioso. En el lado aperturista había cristianos, haciendo pie en la afirmación de S. Justino: "Cuanto de bueno está dicho en todos ellos, nos pertenece a nosotros los cristianos", y falangistas de subsuelo liberal; querían recuperar el pensamiento español previo a la guerra civil, asimilar lo más posible de los intelectuales del regeneracionismo del 98 y de los escritores de cuño liberal. En el otro, en buena medida, cierta inseguridad en lo propio y algo de temor a lo novedoso y distinto llevaban a aferrarse a una interpretación eleática de la realidad y la fe con la que se había identificado no poco a éstas.
El cambio del panorama político con el de gobierno en 1957 y del eclesial con el Vaticano II decantó definitivamente la resolución del debate. Y sus secuelas, claro está, fueron notables. Son elocuentes las palabras que el autor recoge de Fernández de la Mora:
El gran tema polémico era la orientación de la cultura española, cuestionada desde el propio Ministerio de Educación Nacional, cuyo titular, Ruiz-Giménez, auxiliado por democristianos ambiguos y por falangistas en evolución hacia una vaga izquierda, como Tovar, Ridruejo y Laín, pretendía encaminarla hacia un liberalismo revisionista (...) Perdimos una batalla del pensamiento, y se inició el camino que, a través de un lento desmantelamiento intelectual del Estado, desembocaría en su destrucción a la muerte de Franco.
Lo cual nos debería llevar a pensar, en nuestros propios contexto y problemática, si la entrega personal y de la sociedad al nihilismo relativista edulcorado con el más ramplón hedonismo es algo inocuo, si la cultura es simplemente un elemento decorativo que se pueda dejar en manos de unos cuantos culturetas o bien algo capital por lo que empeñarse.
ANTONIO MARTÍN PUERTA: ORTEGA Y UNAMUNO EN LA ESPAÑA DE FRANCO. Encuentro (Madrid), 2009, 338 páginas.
ANTONIO MARTÍN PUERTA: ORTEGA Y UNAMUNO EN LA ESPAÑA DE FRANCO. Encuentro (Madrid), 2009, 338 páginas.