Es posible que llegue un día en que se confundan los noticiarios con los deplorables programas de cotilleo. Masas se alimentan gustosas con lo más deleznable y toleran sin parpadear las más descabelladas decisiones de los dirigentes políticos. La gente parece haber perdido la capacidad de preferir tener al frente a los mejores y, en su lugar, escogen lo menos excelente. Los políticos se dan cuenta, y pocos son los que no juegan a la baja, los que anteponen la fidelidad a sus principios a la acumulación de votos halagando los más bajos instintos, desde la pereza hasta la lujuria y la avaricia, sin descartar el crimen, cual es el caso del aborto.
El año 2004 podría ser considerado el del triunfo de la rebelión de los hombres-masa en España. Cuánto he reflexionado a lo largo de estos años las palabras de Ortega, y con qué radicalidad se da esto en nuestro solar patrio:
La historia europea parece, por vez primera, entregada a la decisión del hombre vulgar como tal. O dicho en voz activa: el hombre vulgar, antes dirigido, ha resuelto gobernar el mundo. (...) Si atendiendo a los efectos de vida pública se estudia la estructura psicológica de este nuevo tipo de hombre-masa, se encuentra lo siguiente: 1) una impresión nativa y radical de que la vida es fácil, sobrada, sin limitaciones trágicas; por lo tanto, cada individuo medio encuentra en sí una sensación de dominio y triunfo que 2) le invita a afirmarse a sí mismo tal cual es, dar por bueno y completo su haber moral e intelectual (...); por lo tanto, 3) intervendrá en todo imponiendo su vulgar opinión sin miramientos, contemplaciones, trámites ni reservas.
Todo grupo humano necesita dirigentes, y de la calidad de los mismos depende en buena medida su destino. El saber elegir a los mejores, preferir lo más noble, lo más bello, lo excelente, es una de las mayores virtudes del ciudadano y algo muy necesario a una sociedad. Pero también está la otra cara de la moneda, la de quienes se resisten a asumir las responsabilidades inherentes a su capacidad de liderazgo.
Alfred Sonnenfeld, en su libro Liderazgo ético. La sabiduría de decidir bien, no se resigna a la situación actual. Sonnenfeld se centra en quienes ocupan puestos de responsabilidad en las empresas, y a ellos principalmente se dirige. En este sentido, su empeño está circunscrito a un grupo muy concreto dentro de la sociedad. Pero lo que dice, poniendo entre paréntesis las referencias al medio empresarial, puede aplicarse perfectamente a cualquier persona con alguna responsabilidad social o que, por sus dotes naturales y preparación, pudiera llegar a tenerla. Aunque cabría decir que todos, en determinadas circunstancias y respecto a ciertas personas, en mayor o en menor medida, podemos encajar en esa descripción. Un adulto, por ejemplo, ante un niño tiene siempre una responsabilidad de ejemplaridad.
¿Y en qué consiste la excelencia del líder? En primer lugar –pudiera parecer una obviedad, pero hace bien el autor en recordar hasta lo más elemental–, ha de estar capacitado para desempeñar el cargo que desempeña. Cuando el más mediocre puede llegar a ser ministro, es bueno que se subrayen estas cosas. Pero Sonnenfeld no se conforma con esto. Alguien con responsabilidades sociales debe ser también una persona con grandeza ética.
No basta ser eficiente, instruido y culto; hay que ser bueno, que es más que estar a bien con la policía. Pero la bondad de alguien tampoco consiste en declararse tal o en soltar hueros eslóganes cuya única solidez reside en una edulcorada retórica que apenas esconde las más perniciosas estupideces. Ser buena o mala persona no es una cuestión azarosa o de genética; es algo que vamos siendo con nuestras decisiones: con ellas nos vamos modelando; no es indiferente el uso que hagamos de nuestra libertad, ni en el cómo, ni en el qué ni el para qué. A esto, a los distintos aspectos de la vida ética, es a lo que dedica el grueso de su libro Sonnenfeld, y a cómo repercute en el ejercicio del liderazgo.
Y esto lo hace, sobre un humus claramente aristotélico-tomista, con una pretensión más práctica que teórica, es decir, con el fin de que el lector se haga una idea no tanto de en qué consista ser bueno sino de cómo pueda llegar a ser una persona éticamente digna. Quizás cabría hacer el reparo de que se queda a medio camino entre lo uno y lo otro, de que necesita mayor concreción práctica, con referencias más claras al mundo empresarial, al que, en primer término, se dirige. Con todo, es una bocanada de aire fresco. Necesitamos oír que el liderazgo auténtico es servicio y amor. Como señala el autor:
Es precisamente en el servir donde se revela el señorío de una persona.
ALFRED SONNENFELD: LIDERAZGO ÉTICO. Encuentro (Madrid), 2010, 208 páginas.