He aquí una biografía que combina magistralmente el modo de biografiar de Ortega con el modo clásico de la famosísima Vida de los filósofos del gran Diógenes Laercio. Aquí está la vida del filósofo Zubiri, para bien y para mal. La vida. Aquí está la vida del filósofo, con sus grandezas y sus miserias. Aquí está Zubiri. Faltan cosas, seguro; sobran otras, también seguro, pero lo fundamental está.
Xavier Zubiri. La soledad sonora, de Jordi Corominas y Joan Albert Vicens. Estamos ante una biografía amplia, exhaustiva, documentada en todo tipo de fuentes. Es en sí misma una filosofía. Nadie, pues, sea ingenuo de catalogarla como algo más que una biografía, por ejemplo, un proyecto filosófico. No, hombre, no: este libro es ya una filosofía. Biografía novelada, dicen otros ingenuos, como si fuera posible otro tipo de biografía. La vida de un ser humano es novela o no es.
Porque estamos ante un libro importante, hay que dialogar a cara de perro con él, o sea, interpelarlo filosóficamente; porque este es un libro de filosofía, tenemos que se impíos con los filósofos que pretenden universalizarnos, o sea, devorarnos bajos sus garras intelectuales. Me fijaré sólo en una pizca de un aspecto de este libro. El religioso. Zubiri es un filósofo católico, según los biógrafos. De acuerdo, pero ¿cuál es la relación de su catolicismo con el de su época? Lejos de ser clara la respuesta a esta pregunta, es uno de los asuntos más contradictorios y paradójicos que hallo en la obra.
Quizá podamos entender estas contradicciones si recordamos que los autores son dos discípulos del intelectual, y mártir cristiano en Nicaragua, Ignacio Ellacuría, que a su vez fue uno de los primeros colaboradores de Zubiri. A partir de esa matriz podemos comprender la "coherencia" de este libro, al hacer coincidir el cristianismo de Zubiri con un tipo de cristianismo "sectario" a su pesar, o sea, inconscientemente parcial y arbitrario con otras líneas y formas de vivir la experiencia cristiana, con otras forma de ver el fenómeno extraordinariamente rico y complejo del catolicismo en España. La Iglesia, la jerarquía eclesiástica española, debiera prestarle un poco de atención al asunto, pues le va en ello acabar de una vez con "el cristianismo a la carta" que la corroe.
La mayoría de las veces los autores caen en un reduccionismo peligroso, al sólo ver en España tradicionalismo, y una de sus peores versiones sería el nacionalcatolicismo, o cristianismo –permítanme el vocablo– republicano. Coromina y Vicens son, insisto, extraordinariamente coherentes con sus maestros y con esa tradición que sólo ve o cristianismo de corte nacionalcatólico o cristianismo –permítanme otro vocablo– de izquierda y compatible con las doctrinas socialistas y liberales. Cristianismo bueno o malo. Ellos, naturalmente, están con el bueno, o sea, con Ellacuría, Zubiri y, cómo no, al lado del "maestro" de las paradojas, Bergamín.
Las contradicciones, sin embargo, en las que cae este planteamiento no son pequeñas, aunque los autores están lejos de percatarse de ellas. Vamos al asunto, pero no sin antes reiterar que estamos ante una obra espléndida, un magnífica investigación sobre la historia cultural y política de la España contemporánea, incluso con páginas rebosantes del mejor ensayismo filosófico de corte hispánico, que ha utilizado una amplia bibliografía junto a fuentes hasta ahora inéditas para muchos investigadores.
Resulta curioso, por no decir paradójico, el acercamiento que hacen los autores a la cuestión religiosa durante la Segunda República, especialmente la discusión del debate constitucional sobre el artículo 26, que es considerado la alternativa más moderada, a pesar de que elimina la educación religiosa obligatoria en las escuelas públicas, prohíbe a las órdenes religiosas regentar escuelas o realizar actividades comerciales y prevé, según el proyecto constitucional, la disolución de la Compañía de Jesús por rendir obediencia expresa al Papa, jefe de un Estado extranjero, el Vaticano. Es como si los autores quisieran pasar por alto que la República tuvo en el ataque a la Iglesia uno de sus primeros objetivos.
Pero no es este asunto el más chocante, sino la forma de presentar las distintas tendencias en el cristianismo durante la Segunda República. Dos serían las dominantes, a juicio de los autores: por un lado hallaríamos a los liderados por el exiliado cardenal Segura, que quieren "plantar cara al régimen republicano y, lejos de toda transacción, defender con el apoyo de las fuerzas más conservadoras los derechos de la Iglesia, consagrados por la historia y recogidos en el Concordato de 1851"; por otro lado, muy distinta es la actitud de aquellos otros sectores
que siguen al cardenal de Tarragona, Francesc Vidal i Barraquer, jefe de facto de la Iglesia española tras la expulsión de Segura, y al director de El Debate, don Ángel Herrera Oria, a los que inspira la encíclica de Pío XI Quadragesimo anno, publicada este mismo año (1931). Piensan que la nueva situación incluso ofrece a la Iglesia la posibilidad de romper sus antiguas ataduras con la monarquía, entre ellas el patronato regio sobre los nombramientos episcopales. La unión de los católicos permitirá articular mayorías que garanticen la permanencia de los valores cristianos. Habrá que pactar con el nuevo estado unas normas de convivencia y respeto mutuo que respondan al hecho de que buena parte de la sociedad española continúa siendo católica (pág. 253).
Sin embargo, esas dos tendencias cristianas, enfrentadas entre sí por la separación y relaciones entre la Iglesia y el Estado, que aparecen descritas en el capítulo dedicado a la República, se transforma en una única y uniforme corriente religiosa en el capítulo que los autores dedican a la revista Cruz y Raya. ¿Qué ha sucedido entre un capítulo y otro para este cambio radical? Sencillamente, que tienen que meter en el mismo saco "tradicionalista" a las dos tendencias para que brille, por encima de todo, el cristianismo representado por la revista de Bergamín y al cual se adscribe el biografiado, Xavier Zubiri. Se desviste a un santo para vestir a otro. Perdón por el casticismo, pero la operación es así de burda.
Lean esta cita de Corominas y Vicens y verán que ahí está la prueba: "La acción eclesial encuentra a los católicos disgregados en diferentes corrientes ideológicas. Casi todas ellas, sin embargo, representan versiones distintas de un mismo ideario tradicionalista" (pág. 275). A partir de esta afirmación, los autores ya no distinguen, no matizan, entre diferentes formas de cristianismo. Si acaso, todas esas formas son sólo nombres de un mismo planteamiento tradicionalista y antimoderno. No hay diferencias sustantivas entre el carlismo tradicionalista, la Acción Católica y la ACNP, la CEDA, los fascistas que empiezan a organizarse en torno a Ramiro Ledesma Ramos y José Antonio Primo de Rivera, la Acción Española de Ramiro de Maeztu, los carlistas navarros y los monárquicos de José Calvo Sotelo.
Todos esos modos de cristianismos son iguales y, por supuesto, equiparables en estulticia a la hora de hacerse cargo del nuevo, el genuino y liberal cristianismo representado por la revista Cruz y Raya, que acoge a Zubiri y a todos los intelectuales cristianos que consideran la llegada de la República la principal oportunidad para que "los católicos puedan esclarecer bien las cosas".
Después de esta operación de desnaturalización, por ejemplo, del proyecto de Herrera Oria, que permanece sumido en el caos del tradicionalismo hispánico, todo les está permitido a los autores. Así, sometiéndose con gusto a la consigna de Cruz y Raya de poner a cada uno en su lugar, Corominas y Vicens están obsesionados por situar a Herrera frente a Zubiri, siempre y por cualquier motivo. Esa actitud les lleva a caer en contradicciones flagrantes, pero no parece importarles lo más mínimo si sirve para dejar claro que el único cristianismo plausible es el de Cruz y Raya. Unos pocos textos de estos autores acusan el tono hegemonista de ese "cristianismo liberal" que, lejos de estar justificado, parece eludir los problemas:
Zubiri, que ha sido tratado con deferencia por El Debate, mantiene una relación cordial con Ángel Herrera, quien va a estar siempre en el centro de todas las grandes empresas católicas. Valora su honestidad y autenticidad. Herrera, por su parte, aprecia a Zubiri como un intelectual capaz de colaborar en la ofensiva cultural que deben realizar los católicos. Pero Herrera y Zubiri van a desarrollar sus actividades culturales siguiendo caminos divergentes.
Naturalmente, de acuerdo con esa operación "intelectual" que vincula a Zubiri con el proyecto de la revista de Bergamín, sin ningún otro matiz, por ser sólo y exclusivamente republicano, los autores tiene que esconder el republicanismo de Herrera; en realidad, tienen que esconder la doctrina de la Iglesia, que obliga a colaborar estrechamente con los poderes constituidos para crear ciudadanos cristianos.
Por fortuna, la honradez personal, quizá también intelectual, de los biógrafos, por un lado, junto a la fuerza los hechos, por otro, no pueden borrar los vínculos fraternales y sinceros entre Herrera y Zubiri, dos ciudadanos cristianos, durante la Guerra Civil, acerca de la necesidad de recatolización de España. Pero –siempre hay un "pero" cuando se trata de Herrera– esta necesidad, sentida vivamente por Zubiri en su exilio de Paris durante la contienda, junto a su adhesión a la causa nacional, son presentadas, por decirlo prudentemente, de un modo curioso; pues que no deja de resultar chocante ver a un Zubiri que aparece a lo largo de todo el libro como un pensador riguroso y determinado siempre a ejercer responsablemente su libertad, en absoluta soledad o soledad sonora, titubeante a la hora de "tomar partido" por Franco y la necesaria recatolización de España.
Aunque se reconocen las dos grandes rupturas de la vida de Zubiri por el asunto de la guerra, aunque se muestra el dolor que produce en Zubiri romper con sus dos grandes amigos: Eugenio Imaz y José Bergamín, tengo que hacer notar que el pensador solitario, resuelto y de decisiones firmes es a veces presentado, ante un asunto tan trascendental como el de la Guerra Civil, casi como una veleta que gira siguiendo el viento de Bergamín, o, por el contrario, de García Morente y de su propia familia. Paradójico. Al final, por suerte, las dudas de los autores que biografían a Zubiri optan por acercarlo a Herrera en el conflicto, aunque no sin caer en una grave falta, de la que hablaré en otra ocasión.
Después de la guerra, el falangista Pedro Laín Entralgo fue el gran amigo de Zubiri. Médico, catedrático, filósofo, gran historiador de la medicina, en pocas palabras, uno de los grandes humanistas del siglo XX, comenzó su carrera, después de la contienda, como subdirector de Escorial. Nadie nos negará que don Pedro Laín Entralgo, aparte de mucho poder cultural e ideológico, fue uno de los principales animadores de la vida cultural del franquismo en todas sus épocas. También la transición a la democracia es inabordable sin su obra. Un personaje. Quizá en la vida y obra de este hombre hallemos de todo, bueno y malo, pero seguro que su aventura intelectual y política no nos defraudará. Es un pozo de sorpresas.
Por cierto, y acabo: apenas nada de este trascendental asunto de la obra de Laín tratan los biógrafos de Zubiri, a pesar de que el autor turolense es, después del biografiado, el más citado en la obra. Curioso. Ni una sola vez se conecta o se trata ni de pasada un asunto tan capital para Zubiri y Laín, y del cual hablaron permanentemente a lo largo de sus dilatadas vidas, que podríamos llamar: "Dios a la vista", o mejor, "El catolicismo en España". No lo digo como reproche, pues nunca puede criticarse lo que falta en un libro, sino porque me hubiera gustado leer el tratamiento que del asunto hacen dos autores tan versadosen las obras de Zubiri y Laín como Vicens y Corominas,.
Lo confieso con nostalgia: me hubiera gustado saber qué opinaban estos dos grandes sobre la obra y acción de Ángel Herrera Oria, especialmente cuando tratasen en sus conversaciones sobre el tema de Dios y, por supuesto, del cristianismo en la historia de España.