Es, evidentemente, un matrimonio de conveniencia ante un rival político e ideológico que atenta contra los principios de sus integrantes con mucha mayor fuerza que la que pudieran desplegar éstos en un enfrentamiento entre ellos. En este tiempo muchos liberales han aprendido que la moral tradicional y la religión ayudan al sostenimiento de una sociedad libre, y muchos conservadores, que el endiosamiento del Estado ha permitido a la izquierda servirse de éste para subvertir las tradiciones y la moral.
Aunque con el roce haya surgido algo de cariño en el matrimonio, sigue siendo una unión más o menos artificial, en la que parece que cada parte estuviera deseando el hundimiento de la izquierda para poder volver a pelearse con la otra, como en los buenos viejos tiempos del siglo XIX. Este ensayo de Samuel Gregg supone un intento de unir filosóficamente ambas tradiciones. Su título en inglés, On Ordered Liberty, evoca al más famoso ensayo de John Stuart Mill, On Liberty; la inclusión de esa palabra, hablar de libertad "ordenada", condensa muy bien el objetivo del libro: escapar de las definiciones de Isaiah Berlin de libertad negativa y positiva y ofrecer una nueva que dé cabida a la moral conservadora.
El mejor resumen de la propuesta de Gregg lo encontramos en la definición que dio Lord Acton de la libertad: "No es el poder de hacer lo que queramos, sino el derecho de poder hacer lo que debemos". O, para precisar un poco más: "Al decir libertad quiero expresar la seguridad de que todo hombre será protegido, al hacer lo que cree que es su deber, contra la influencia de la autoridad o de las mayorías, costumbres y opiniones". De lo cual surgen dos dudas: si se debe permitir que los hombres no hagan lo que deben y cuál es ese deber.
La libertad integral, que es la base sobre la que se asienta la propuesta de Gregg, sería la de poder perseguir los llamados "bienes básicos", razones últimas para la acción humana que no requieren ulteriores motivos, pues en sí mismas son ya buenas para el hombre. Por poner un ejemplo: si un joven se dedica a estudiar ciencia en un día concreto, puede que la causa inmediata sea porque tiene cerca un examen; pero si seguimos preguntándonos por qué es importante ese examen para aquél, terminaremos llegando a la conclusión de que en último término desea aumentar sus conocimientos o prepararse para poder desempeñar en el futuro un determinado empleo con la habilidad debida. Estas dos últimas razones serían "bienes básicos".
La identificación de éstos la deja Gregg en manos del filósofo del Derecho John Finnis. Incluyen la vida y los aspectos necesarios para su plenitud, la amistad, el matrimonio, el conocimiento, las experiencias estéticas, el desempeño habilidoso en el trabajo o en el juego, la religión y la razonabilidad práctica. Aquí es donde comienzan los problemas, pues, pese a resultar crucial para su tesis, no ofrece explicación alguna de por qué son éstos y no otros los bienes básicos. Incluso si se estuviera más o menos de acuerdo con él, provoca perplejidad que una de esas razones últimas sea el matrimonio y no la familia. Siendo un ensayo breve, y sin duda una introducción para quien desee sumergirse en aguas más profundas, es normal que no todo se explique con el detalle debido, pero quizá sea la falta de aclaraciones sobre esta enumeración el punto más débil de todo el libro.
El otro es la ambigüedad y falta de definición del concepto de "razonabilidad práctica", clave para que la propuesta de libertad integral no se deslice por la pendiente del totalitarismo o, al menos, de un nacional-catolicismo que no resulta demasiado presentable por estos pagos. El motivo por el que se incluye es que resulta inevitable que, al actuar, pongamos unos bienes básicos por encima de otros; por ejemplo, que pospongamos el bien del matrimonio por el del conocimiento. Sin embargo, permanece el riesgo de que, optando por uno, ataquemos a otro más allá de los límites de lo razonable. Por ejemplo, desempeñando habilidosamente nuestro trabajo como oficiales de las SS.
El problema es que con esto el autor cae precisamente en aquello que critica, justamente, del utilitarismo: la imposibilidad de llevarlo a la práctica. Así como no se no se puede calcular "el mayor bien para el mayor número", en muchos casos resulta extremadamente difícil poner de acuerdo a más de dos personas sobre lo que resultaría "razonable". Por ejemplo: seguramente el propio Gregg estaría en contra de la regulación de las hamburguesas XXL, pero la ministra Salgado podría argumentar a favor de dicha medida empleando la misma base teórica: puesto que esas hamburguesas no añaden mucho a la "experiencia estética", gastronómica, que brindan otras de características similares, y además atacan mucho más que éstas al bien básico de la salud, es decir, de la vida, es razonable prohibirlas.
Es quizá por ello que este "whig católico", como él mismo se define, no resulte ser en la práctica tan entusiasta del paternalismo jurídico como cabría esperar tras leer el prólogo de la obra –que, dicho sea de paso, no ha escrito él–. Casi siempre encuentra razones para apartar al Estado del ámbito de las opciones individuales, aunque teóricamente justifique su intromisión. Al final, sus propuestas prácticas resultan difíciles de diferenciar de las de la mayoría de los liberales, si excluimos a los anarcocapitalistas y a los minarquistas. Gregg encuentra difícil que las personas crezcan como tales si no pueden escoger malos caminos, aunque se muestre partidario de que las leyes hagan más sencillo escoger los buenos que los malos. Desgraciadamente, no abunda en ejemplos concretos, lo que hace más difícil conocer sus posturas.
Acostumbrados como estamos los liberales a criticar a quienes apoyan un sistema político basado en el concepto de libertad positiva, afrontar un libro como éste supone un reto, la verdad, mucho más interesante e instructivo. Su tono cordial, y lo mucho que comparte Gregg con nosotros, como queda de manifiesto en los artículos que publica en el suplemento Iglesia de Libertad Digital, impide que La libertad en la encrucijada se lea con el desagrado que sí provoca el prólogo, innecesariamente polémico y burdo. Si la base del pensamiento conservador moderno va a ser ésta, tengo la sensación de que conservadores y liberales vamos a seguir discrepando amablemente durante muchísimos años.