Pensemos por un momento en una persona desafortunada, a la que el socialista le dice: "La culpa de lo que te sucede no es tuya sino de la sociedad". Por el contrario, el liberal le diría: "Las personas son libres, luego tienen que ser responsables de su destino". ¿Alguien cree que esa persona en cuestión se haría liberal?
Frente al bello (y falso) discurso de la igualdad de oportunidades y de la lucha contra la discriminación sexual, el ideario del liberalismo se ha centrado históricamente en la economía, dejando a un lado éstas y otras cuestiones que preocupan a la ciudadanía.
De ahí que libros como el que comentamos esta semana sean positivos, porque aclaran que lo importante para el liberal es el individuo, y que por eso se opone a las propuestas de la izquierda que restringen la capacidad de las personas para buscar su felicidad y vivir en libertad.
El objetivo del liberalismo puede resumirse en que hay que "romper con todos los aspectos del Estado populista; con su asistencialismo y su belicosidad; sus privilegios monopolísticos y su igualitarismo, su represión de crímenes sin víctimas, tanto personales como económicos"; y abogar por la "tecnología sin tecnocracia; [el] crecimiento sin contaminación, [la] libertad sin caos, [la] ley sin tiranía, [la] defensa de los derechos de propiedad en la propia persona y en las posesiones materiales".
Este programa ofrece algo más que un mero reajuste económico para reducir la inflación o los impuestos. Como irónicamente señala Rothbard, semejantes propuestas no conseguirían llevar la gente a "las barricadas". Convencer significar plantear claramente lo que se pretende y lo que conviene a las personas.
Para ello, Rothbard reconstruye la defensa del liberalismo a partir del concepto de autopropiedad. Según este autor, cada persona es un ser racional capaz de actuar por sí mismo y hallar los medios precisos para sobrevivir. Dicho de otro modo, es dueño de su cuerpo.
La propiedad sobre las cosas se aprecia como una simple prolongación de ese principio. Tal y como se explica en el libro,
"la propiedad que se pone de manifiesto mediante el trabajo participa de los derechos de la persona de quien emana; como él, es inviolable en tanto no entre en colisión con otro derecho. Del mismo modo, es individual, porque tiene su origen en la independencia del individuo y porque, cuando varias personas han cooperado en su creación, el dueño final ha comprado con un valor el fruto de su trabajo personal, como sucede con los artículos manufacturados".
Al igual que no podríamos negar a Edison la comercialización de la bombilla incandescente, dado que fue fruto de su invención, ni permitiríamos que una persona pudiera arrebatar a otra sus hijos o su pareja (aunque justificara su necesidad), el liberalismo se niega a aceptar la legitimidad de los impuestos, porque, en el fondo, son un robo perpetrado por el Estado. Con los tributos se obliga al ciudadano a realizar trabajos forzados un cierto número de horas al año.
¿Por qué asumir que el poder político nos expolie, cuando consideramos un sacrilegio que nos saqueen a punta de pistola? ¿En qué se distingue un ladrón de un Estado?
Aunque la pregunta resulte ofensiva a primera vista, si todos los impuestos son justos, entonces no nos podemos quejar de que sean excesivos. Y si llegamos a la conclusión de que no lo son, ¿no estaríamos reconociendo la ilegalidad de su recaudación?
Intentar refutar esta demoledora crítica apelando al bien común o a la necesidad de financiar los servicios públicos quizás permitiera contener la marejada. Pero el dique aguantaría poco. Es más, con la potencia de Rothbard el argumento se derrite como la mantequilla al fuego, ya que nuestro autor demuestra que cualquier servicio público ha sido prestado por el mercado en el pasado. Por tanto, los tributos son injustificables.
Pongamos el caso de las carreteras. Aparentemente, parece que si el Estado no se ocupara de construirlas los pueblos estarían incomunicados, y hasta los habitantes de las grandes urbes tendrían problemas para llegar al trabajo cada día. Pues bien, Rothbard recuerda que, "a partir de 1806, una compañía privada organizó y estableció la gran red con sistema de peaje que hizo de Inglaterra la envidia del mundo".
Además, si las carreteras se privatizaran los empresarios podrían reducir drásticamente los atascos, poniendo de relieve el fracaso estatal en este campo, como en tantos otros. Les bastaría con cobrar peajes variables para desincentivar la circulación en horas punta.
El capitalismo provee todo lo que precisa la sociedad porque depende del consumidor. Éste, al comprar, elige. Sin embargo, cuando vota está limitado tanto en las opciones que se le presentan como en el control que ejerce sobre los políticos; máxime si sólo puede decidir cada cuatro años. En cambio, el mercado penaliza cada día a quienes no satisfacen al consumidor.
A nadie se le escapa que, cuando a alguien le asaltan la casa, el Estado no le indemniza por incumplimiento de contrato si la policía llega tarde. En cambio, sí tiene la desvergüenza de prohibirle defenderse por sí mismo.
Cada vez más gente acude al mercado en busca de dispositivos de seguridad para sus casas, porque no se fía de que la policía vaya a evitar que le maten, roben o violen, y de que la Justicia encarcele a los culpables.
Conviene que no nos engañemos más. Cuando la vida y la propiedad pertenecen, en última instancia, al Gobierno y la libertad de las personas es vulnerada (por ejemplo, cuando se les prohíbe consumir drogas, o abrir sus negocios cuantas horas quieran), hablar de ciudadanos soberanos cuyos derechos están protegidos por el Estado es como llamar arroyo al Amazonas o cerro al Himalaya.
Rothbard no elude los temas complejos y demuestra que el emperador está desnudo. A quien no quiera verlo, tras leer su libro, sólo le quedará mirar hacia otro lado o tirar las gafas a la basura.
Es ésta una obra importante, sin duda, hasta cuando plantea a las claras la sustitución total del Estado por el mercado, algo que no todos compartimos. Sin embargo, todo liberal que se precie debe creer, con Jefferson, que "el mejor Gobierno es el que menos gobierna, y el que gobierna menos es el que no gobierna en absoluto".