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BARCELONA CIUDAD

Un personaje de destino

Corren malos tiempos para quienes, al ferlosiano modo, caminan en pos de un destino con el único carburante de la vocación, vocablo clerical donde los haya. Quizá por eso la alargada figura de Loquillo, cada vez más José María Sanz, ha ido adquiriendo un poso de elegante decadencia que se ajusta como un guante al universo que viene construyendo a base de trajes de alpaca, sombreros, cócteles y espíritu de bon vivant.

Corren malos tiempos para quienes, al ferlosiano modo, caminan en pos de un destino con el único carburante de la vocación, vocablo clerical donde los haya. Quizá por eso la alargada figura de Loquillo, cada vez más José María Sanz, ha ido adquiriendo un poso de elegante decadencia que se ajusta como un guante al universo que viene construyendo a base de trajes de alpaca, sombreros, cócteles y espíritu de bon vivant.
Aquí, sin embargo, vuelve su mirada de escritor adulto hacia el joven pandillero que, sin saberlo del todo, estaba alumbrando a una de las pocas estrellas que ha dado el rock patrio. Y lo hace, claro, en el escenario de su Barcelona natal, la ciudad que pudo ser. En ese insólito momento catalán, tan español, en que Jorge Herralde hacía posar culo en pompa a dos secretarias para escándalo de censores, que hoy trabajarían en el muy impío Ministerio de Igualdad; en que Federico Jiménez Losantos y sus compañeros de viaje empezaban a transitar un camino heterodoxo en la izquierda sin saber lo caro que les habría de salir y en que nuestro José García Domínguez cataba el individualismo en las noches que tenían que pasar por La Paloma y terminaban en la pista de baile de Bikini, en cuya barra varaba Enrique Vila Matas.

Entre tanto, Suárez, Torcuato Fernández Miranda & Co. volaban desde dentro el franquismo, con la indispensable complicidad de Carrillo, en un histórico pacto que redimía lo peor de nuestra historia reciente.

Morían ciertos usos y costumbres, y el universo mundo estaba a punto de dejar de ignorar el devastador virus del sida.

Ese era el contexto idóneo para alguien que pretendiera ser una estrella del rock. Sin banda ni repertorio, Loquillo aceptará su primer contrato discográfico, trabajará como periodista musical en cabeceras míticas como Popular 1 o Star, se escapará con cierta frecuencia a un Madrid en el que ya se presentía la Movida y se juntará con dos de los grandes talentos de aquella generación: el rebelde Carlos Segarra y el taciturno Sabino Méndez. A esta educación sentimental, Loquillo añadía el genuino orgullo que le brindaba ser del barrio del Clot y tener como padre a un estibador que conoció en carne propia lo más mísero del siglo que empezaba a tocar a su fin. Pero no se valió de esto último para, como tanto compañero de gremio, enrocarse en esa pose marginal que al cabo de los años (y de los ceros en la cuenta corriente) resulta tan difícil de mantener/defender. Chico de barrio, sí, pero a la manera de Brian Ferry o Morrisey, el excéntrico líder de los Smiths, que –para sorpresa de muchos, seguro– de un tiempo a esta parte le sirve de referente escénico. El Clot, agujero en catalán, era el lugar que había que dejar atrás para conquistar Barcelona, primer paso hacia la gloria.

Nada hay en esta crónica urbana de rock en tiempos revueltos que pueda entusiasmar a quienes no sientan ahogo alguno en una sociedad esclerotizada a base de subsidios, plazas ganadas, oenegés y jubilaciones anticipadísimas. Una sociedad sin destino ni épica.

En la contraportada de uno de los primeros discos que firmó junto a Los Trogloditas aparecía la siguiente advertencia: "Si no te gusta el rocanrol, qué coño haces mirando este disco". Con menos descaro, me permito disuadir de la lectura de Barcelona ciudad a quien haya encontrado reaccionaria una sola línea de esta reseña. Ya habrá tenido bastante.


JOSÉ MARÍA SANZ (LOQUILLO): BARCELONA CIUDAD. Ediciones B (Barcelona), 2010, 264 páginas.
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