¿Qué demonios será eso de tensegridad?, se preguntará el lector con toda razón. ¿Para qué quiero saber yo nada de tensegridades? ¿Qué interés ofrece a un ciudadano de a pie saber mucho sobre la tensegridad? Es más, ¿cómo se pronuncia esto?
Probablemente no me crean si les digo que el concepto de tensegridad física ha dado origen a uno de los libros de divulgación científica más hermosos del año que está a punto de dejarnos, y que que, lo sepamos o no, está en la base de todo lo que nos rodea: desde la estructura de la cúpula de un estadio de fútbol hasta el funcionamiento de las células de la sangre, pasando por el crecimiento de los árboles, la fabricación de nuevos materiales o el modo en que se organizan las estrellas en el Universo.
Nos lo descubre el joven ingeniero agrícola de la Universidad de La Laguna José Antonio Bustelo Lutzardo en la obra a que nos referimos, Equilibrio de tensiones, que mereció el premio Prisma Casa de las Ciencias a la mejor obra inédita de divulgación (uno de los más prestigiosos en España) y que acaba de ser publicado.
Vaya por delante la explicación: una estructura de tensegridad es aquella que pone en equilibrio un juego de tensiones físicas para dar lugar a un elemento íntegro y estable. Aunque es una idea de grandes aplicaciones científicas, sus inspiradores fueron los artistas constructivistas rusos de principios del siglo XX, aficionados a erigir todo tipo de estructuras con materiales fabriles, cables, alambres… Las primeras obras de fama mundial basadas en este concepto son las de Karl Ioganson, pero sin duda las más conocidas por el gran público son las esculturas móviles de Calder, auténticas aplicaciones poéticas de la física del equilibrio de tensiones.
Bien puede decirse que, en este caso, la ciencia imitó al arte, y con el tiempo el juego de estructuras de tensegridad se ha convertido en una fértil área de investigación básica y técnica. Se utilizan, por ejemplo, para construir cúpulas geodésicas en edificios y puentes sin columnas, para desplegar antenas reflectoras para naves espaciales o para crear esculturas gigantescas que ofrecen al espectador la angustiosa sensación de que siempre están a punto de caer.
Pero estas estructuras las ha utilizado la naturaleza mucho antes de que nosotros las pudiéramos dominar. Nuestros músculos y tendones funcionan sobre un constante juegos de tensiones y equilibrios. Las células de cualquier organismo vivo son en realidad cuerpos fabricados sobre redes de microtúbulos sometidos a tensegridad. Estas mismas estructuras están en la base de la disposición molecular del ADN, en el funcionamiento de las redes biológicas que nutren a los árboles y en la disposición de las estrellas y galaxias.
Parece mentira que un ser humano pueda pasar la mayor parte de su existencia sin saber qué es la tensegridad… Y sin embargo la mayoría de nosotros lo hacemos. El que les escribe, sin ir más lejos, le debe el descubrimiento de este prodigioso concepto al libro que aquí comentamos. Si, además, añadimos que se trata de una obra de facilísimo abordaje (tamaño modesto, lenguaje claro y profusión de ilustraciones), en la que el autor salta con soltura de los árboles a las galaxias, de éstas a las moléculas y a los edificios más vanguardistas de la arquitectura del siglo XXI… pues no cabe más que decir que, sin duda, ha merecido el premio que la adorna.