Los narradores, sea cual sea el medio del que se valgan –palabra o imagen–, proponen un cuadro en el que se mueven los personajes. Para el caso, se trata del Bronx judío. Pero los gángsteres que se mueven en él carecen de la ambición de grandeza de los de Leone. Ni siquiera son judíos en sentido estricto, sino que hacen una lectura particular de la religión y de la tradición, derivada de su experiencia histórica en Portugal, Perú y México.
El único judío en puridad es Isaac, un policía que se mueve de manera misteriosa después de haber caído en desgracia y haber sido apartado de su carrera. En cualquier caso, Isaac es un maestro reconocido que ha dejado huella en los detectives a los que ha formado, especialmente en Manfred Coen, Ojos Azules, protagonista aparente de la novela en las tres primeras de las cuatro partes en que ésta se divide.
Y no cuento más.
Sí explico el sentido del título de esta nota. Después de la cuarta parte, Charyn incluye una suerte de epílogo en el que refiere detalles de su experiencia como narrador. Ese texto añadido tiene un punto de ensayo sobre el hacer literario, propio de una buena escuela de escritura creativa, a la vez que revela un aspecto nada menor de los antecedentes formativos de un escritor. Charyn no habla, como casi todo el mundo, de Chandler y de Hammett, autores inevitables para quien quiere hacer novela de género: a mí siempre me sorprenden esas referencias casi obligadas, porque se trata de escritores muy, muy diferentes, que plantean una elección en el primer paso hacia la propia identidad: voy a escribir como Chandler o como Hammett, o me interesa más la literatura reflexiva de Chandler que la acción pura de Hammett.
Ni uno ni otro. Charyn habla del tercero en discordia, tan importante como cualquiera de los precedentes, pero menos reconocido: Ross Macdonald. Para mí siempre ha habido un trío Chandler-Hammett-Macdonald, de modo que me emocionó encontrar a alguien que leía de un modo parecido al mío.
Lo curioso es que el libro de Charyn no se parece en nada a los de Macdonald –tampoco a los de Chandler o Hammett–, de modo que no funciona para él como modelo narrativo: las raíces de Charyn son más fuertes, más hondas, y se hunden en el enorme espacio literario que va de la generación perdida a los escritores judíos americanos, de Bellow a Roth: la extensa herencia de Dreiser.
¿Para qué, pues, meterse en teoría? Porque Charyn quiere dar cuenta de lo que para él importa en su obra: el narrador. En Macdonald, como en Chandler, protagonista y narrador son la misma persona: Philip Marlowe o Lew Archer. La diferencia radica en que Marlowe está siempre presente, es un hombre que piensa y opina, cuenta cosas y saca conclusiones. Archer, como señala Charyn, es un narrador muy delicado, casi imperceptible, y "cuando se pone de perfil" casi desaparece. A eso aspira Charyn, a casi desaparecer del relato. Y a fe que lo consigue.
Vale para adictos al género negro y para no adictos. Pruebe.
JEROME CHARYN: OJOS AZULES. RBA (Barcelona), 2012, 224 páginas.