Que los intelectuales de esta época, incluidos entre ellos algunos judíos, son mayoritariamente antisemitas –o antisionistas, o propalestinos, o proislámicos, tanto monta–, no es una novedad. Y no me refiero a los obvios y manifiestos, desde Saramago hasta Chomsky, desde Juan Goytisolo hasta Rossana Rossanda y el tonto flotillero Mankell, sino a otros no menos ilustres pero más discretos, incluido, por curioso que pueda parecer y visto su prooccidentalismo, Vargas Llosa. Hasta ahora, Eco se mantenía entre estos últimos, los discretos. La verdad es que se trata de una lista amplia y repugnante, que nos cuenta lo mal que estamos, porque, como me dijo una amiga hace unos días, estar o no con Israel, estar o no con los judíos en general, es una cuestión de simple decencia.
Pero Eco ha escrito El cementerio de Praga. Y este libro es un problema.
El autor ha querido hacer, o eso parece, un folletín decimonónico. De ser así, no lo ha logrado. Los folletines eran, sobre todo, entretenidos, y este libro no lo es. Más aún: es terriblemente aburrido y pretencioso. En la literatura, como en el cine, aburrir ofende. Y el tema era bueno para hacer algo realmente interesante: la elaboración de los Protocolos de los sabios de Sión, de la que me he ocupado no hace mucho en estas mismas páginas.
Eco no comete la torpeza de negar el fraude, cosa imposible a estas alturas, salvo para los Hermanos Musulmanes y otras organizaciones de liberación del mundo árabe musulmán, y para algún nazi de descarte de los que circulan por ahí. Por el contrario, cuenta uno de los posibles orígenes de la leyenda. Y lo cuenta desde el punto de vista del primer creador de la misma, el protagonista y narrador de la novela, Simone Simonini, un falso capitán piamontés establecido en París y dedicado a la falsificación.
Eco tenía muchas posibilidades de desarrollo, entre ellas, la más obvia, la de un sujeto venal que inventa por encargo la absurda historia de los rabinos reunidos en el cementerio de Praga en torno de un plan judío para el dominio del mundo. Eso le hubiera permitido tomar cierta distancia y hasta ejercer esa porción tan importante del sentido común que es el humor. Pero no le interesan a Eco la distancia ni el humor. De modo que da la palabra a Simonini, quien, además de ser un falsario, es un convencido antisemita. Simonini, que sólo odia a los masones y a los jesuitas tanto como a los judíos, se despacha a gusto en las seiscientas páginas de esta novela. Así, la voz narradora es furiosamente judeofóbica. Hasta el punto de que un lector atento puede pensar que los masones y los jesuitas sólo cumplen el papel de comparsas para justificar el vómito central. Creo que ese lector acertaría. Porque Simonini desprecia a los alemanes y a los franceses y a medio mundo, pero no los odia, y su condena de masones y jesuitas es tibia en comparación con la de los judíos.
Es muy específico en ese sentido. Escribe Simonini:
el judío, además de vanidoso como un español, ignorante como un croata, ávido como un levantino, ingrato como un maltés, insolente como un gitano, sucio como un inglés, untuoso como un calmuco, imperioso como un prusiano y maledicente como un astesano, es adúltero por celo irrefrenable: depende de la circuncisión que lo vuelve más eréctil, con esa desproporción monstruosa entre el enanismo de su complexión y la dimensión cavernosa de esa excrecencia semimutilada que tiene.
Y así durante seiscientas páginas. Porque no hay peripecia en el relato que no dé ocasión para algún comentario obsceno de ese jaez.
Voy a suponer, generosamente, por un momento, que lo que pretendía Eco era realizar el retrato del antisemita más burdo y de manual que concebir se pueda, para suscitar el desprecio del público. Pero entonces me falta algo: el contrapunto del pensamiento libre, a cargo del autor o de algún personaje. No hubiese ido en desmedro del relato, por el contrario: hubiese resultado un poco menos agobiante. Pero ha confiado todo el discurso a Simonini.
Tal vez Eco se consuele pensando que el más grande escritor de todos los tiempos, el sucio inglés William Shakespeare, tenía en la cabeza estupideces idénticas a las suyas. Yo no pienso eso: la estulticia es un mal ampliamente difundido y no deja de posarse en los más brillantes. Con esto me refiero a Shakespeare, no a Eco, autor de un libro perverso.
UMBERTO ECO: EL CEMENTERIO DE PRAGA. Lumen (Barcelona), 2010, 590 páginas. Traducción de Helena Lozano Miralles.