Los editores han señalado que, en este caso, se han centrado en un escritor diferente de los cultores del realismo mágico: un narrador singular que ha ejercido en estos años poderosa influencia en los nuevos narradores alemanes.
Juan Carlos Onetti vino al reino de este mundo el 1 de julio de 1909, en Montevideo, y sabemos que no fue un niño feliz, según contó él mismo. Cuando era jovencito escribió artículos y vendió avisos para la revista La tijera de Colón (aparecieron sólo siete números de esta publicación, cuyo nombre alude al barrio montevideano donde el escritor vivía con sus padres). Abandonó los estudios muy joven para dedicarse a trabajar, y, como si se tratara de un personaje de sí mismo, hizo un poco de todo: fue portero, camarero, vendedor de entradas en una cancha de fútbol; finalmente llegó al periodismo. Era una de sus metas. La otra, la literatura.
Como el dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez y el cuentista Horacio Quiroga, también Onetti se marchó a vivir en Buenos Aires: desde 1930 a 1939 y, más tarde, desde 1941 a 1955. En consecuencia, sus primeros cuentos se publicaron en suplementos bonaerenses a partir de 1933. En ellos se verifica, ya, la presencia de la ciudad como tema y telón de fondo.
Cabe señalar, en este sentido, que el tratamiento onettiano era renovador; baste recordar que por entonces era asiduo lector de James Joyce, Celine, Hemingway y, muy especialmente, William Faulkner, quien le marcó en forma indeleble.
En 1939 apareció en Montevideo El pozo, una novela breve escrita en primera persona, donde habla del desasosiego espiritual de un hombre solitario, encerrado una calurosa noche en una pequeña habitación situada en una zona ruidosa y tristona de la ciudad. Allí, Eladio Linacero, tal su nombre, hace un repaso minucioso de su vida en la víspera de cumplir cuarenta años. De esta manera ingresan en la literatura uruguaya los temas de la época: la angustia existencial y la incomunicación humana, y asimismo funda la literatura urbana. Hasta ese momento gozaban de prestigio los cuentos y novelas vinculadas al campo, donde reinaban, primero, los gauchos y, desaparecidos éstos, los campesinos.
A la manera de William Faulkner, creador de Yoknapatawpha, Juan Carlos Onetti imaginó un territorio para sus cuentos y novelas. Se convirtió en el rey de su lluviosa Santa María, una ciudad imaginaria y representativa de una zona que, aproximadamente, podría situarse en el litoral argentino y no lejos del uruguayo. Juan María Brausen fue el personaje fundador de Santa María; ello ocurre en La vida breve (novela publicada en 1950). Una vez fundada, comienzan a aparecer sus principales habitantes, entre los que sobresalen el doctor Díaz Grey y Larsen, quienes entran y salen en diversos cuentos y novelas.
Cabe señalar que los grandes títulos por aquellos días fueron Los adioses, Para una tumba sin nombre y cuentos memorables como El infierno tan temido, Bienvenido, Bob y Ebsjerg, en la costa.
En la novela Tierra de nadie Larsen es un personaje secundario, mientras Brausen ha pasado a ser un monumento en la plaza de Santa María. Y en cuanto a Díaz Grey, seguirá siendo un testigo marginal de lo bueno, lo malo y lo feo del retablo de Onetti.
Larsen, el antihéroe del escritor uruguayo, inspira a veces piedad, a veces desprecio, en tanto su padre literario (según decía) sentía ternura por él.
Sus aventuras fueron realmente singulares. En la novela Juntacadáveres (1964) intenta llevar adelante el proyecto de instalar un prostíbulo perfecto en Santa María, pero fracasa y es expulsado de la ciudad. Volverá a Santa María cinco años más tarde; lo hará en la novela El astillero, que, sin embargo, es cronológicamente anterior y fue escrita tres años antes que aquélla.
El escritor se radicó en España a principios de 1975, en los años de la dictadura en Uruguay, y vivió en Madrid hasta su muerte, en 1994. En sus obras Dejemos hablar al viento y Presencia escribió sobre el desarraigo y las persecuciones. Contando la misma historia en un gran libro de libros, no hay dudas de que dijo lo que quería decir, y en su extendida exploración del malestar urbano, con sus repeticiones, que dan eco litúrgico a sus narraciones, escondió hábilmente su significación profunda. El sentido de su obra hoy destella ante nuestros ojos.
Con el paso del tiempo Santa María se ha universalizado, y así lo han señalado en estos días los editores alemanes, quienes han señalado que la obra del gran novelista uruguayo, como la de Franz Kafka o la del suizo Robert Walser, no se sitúa dentro de moda alguna, y en cambio sigue caminos enteramente personales, profundos y sugerentes. Se le considera, dijeron, un maestro, ajeno a las ideologías y las modas.