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LA CRUZ, EL PERDÓN Y LA GLORIA

¿Testigos de Alguien o muertos por algo?

La inminente beatificación de 498 mártires ha puesto de manifiesto muchos de los males que aquejan la vida nacional. Este acontecimiento debiera llevarnos a reflexionar muy seriamente sobre los supuestos en que intentamos asentar nuestra convivencia social. Sin embargo, la comprensión del mismo se ve dificultada por los mismos lastres que nos llevan a caminar en círculos decrecientes, que van angostando cada vez más la vida con los otros en España.

La inminente beatificación de 498 mártires ha puesto de manifiesto muchos de los males que aquejan la vida nacional. Este acontecimiento debiera llevarnos a reflexionar muy seriamente sobre los supuestos en que intentamos asentar nuestra convivencia social. Sin embargo, la comprensión del mismo se ve dificultada por los mismos lastres que nos llevan a caminar en círculos decrecientes, que van angostando cada vez más la vida con los otros en España.
Los mártires, hoy lo mismo que ayer, topan con una constelación ideológica asentada sobre una mentalidad moral de corte maniqueo, por la cual los buenos son los que están en relación con unas determinadas ideas, si así puede llamárselas, y los malos los que piensan de forma distinta. Además, estas ideologías se caracterizan por ser poco escépticas y muy dogmáticas, en el sentido etimológico de ambos términos: escéptico, en su sentido original, alude al que busca, no al que duda; y dogma era un decreto, no la definición o expresión verbal de lo que se cree.
 
Desgraciadamente, está a la orden del día el tener ideas decretadas por la cultura dominante y aceptadas sin más, por pereza mental y por indiferencia hacia la búsqueda de la verdad. Estos dos defectos están vivamente presentes en alguna corriente historiográfica, más pendiente del sostenimiento o la creación –con frecuencia con escasísima base en la realidad– de determinados mitos sobre nuestro pasado reciente, mañana de nuestro hoy histórico, que de hallar y mostrar la verdad. Estas tergiversaciones del pasado, sostenidas por una intensa y sostenida propaganda en los medios de comunicación, ha hecho que generaciones de españoles, con poco espíritu crítico, pese al aluvión de títulos universitarios, se encuentren con graves dificultades a la hora de comprender sus propias raíces histórico-sociales. La beatificación de los mártires no podía ser una excepción.
 
Para remediar esta situación tenemos a nuestro alcance, entre otros muchos, el libro de Ángel David Martín Rubio La cruz, el perdón y la gloria. La persecución religiosa en España durante la II República y la Guerra Civil. Se trata de una obra que tiene la virtud de ofrecer, con clara redacción y brevedad, los elementos fundamentales para empezar a poner en cuestión la propaganda y la versión oficiales e incluso para asentar, sobre los hechos fundamentales, una posterior profundización. Para ello, el lector cuenta con una selecta bibliografía, que le podrá abrir también el deseo de conocer no sólo la persecución religiosa, sino la II República y la Guerra Civil.
 
El libro trata de responder a una serie de preguntas. Como no podía ser de otra manera, lo primero son los hechos. ¿Qué ocurrió? Así describió la situación, en 1937, Manuel de Irujo, del PNV y ministro en los Gobiernos de Largo Caballero y Negrín, al que no le debió de importar lo suficiente ver lo que vio como para dejar de ser ministro:
a) Todos los altares, imágenes y objetos de culto, salvo muy contadas excepciones, han sido destruidos, los más con vilipendio. b) Todas las iglesias se han cerrado al culto, el cual ha quedado total y absolutamente suspendido. c) Una gran parte de los templos, en Cataluña con carácter de normalidad, se incendiaron. d) Los parques y organismos oficiales recibieron campanas, cálices, custodias, candelabros y otros objetos de culto, los han fundido y aun han aprovechado para la guerra o para fines industriales sus materiales. e) En las iglesias han sido instalados depósitos de todas clases, mercados, garajes, cuadras, cuarteles, refugios y otros modos de ocupación diversos, llevando a cabo –los organismos oficiales los han ocupado– en su edificación obras de carácter permanente. f) Todos los conventos han sido desalojados y suspendida la vida religiosa en los mismos. Sus edificios, objetos de culto y bienes de todas clases fueron incendiados, saqueados, ocupados y derruidos. g) Sacerdotes y religiosos han sido detenidos, sometidos a prisión y fusilados sin formación de causa por miles, hechos que, si bien amenguados, continúan aún, no tan sólo en la población rural, donde se les ha dado caza y muerte de modo salvaje, sino en las poblaciones. Madrid y Barcelona y las restantes grandes ciudades suman por cientos los presos en sus cárceles sin otra causa conocida que su carácter de sacerdote o religioso. h) Se ha llegado a la prohibición absoluta de retención privada de imágenes y objetos de culto. La policía que practica registros domiciliarios, buceando en el interior de las habitaciones, de vida íntima personal o familiar, destruye con escarnio y violencia imágenes, estampas, libros religiosos y cuanto con el culto se relaciona o lo recuerda.
Habría que añadir que miles de seglares corrieron la misma suerte, simplemente, por ir a misa, por ser de Acción Católica o de la Adoración Nocturna, por llevar un rosario, etcétera; incluso niños.
 
Este informe se refiere nada más que a la guerra, pero la persecución religiosa no fue un hecho exclusivo de ese período, como se ha querido hacer ver. Se ha querido justificar su existencia mediante su dilución en la represión registrada en la retaguardia de ambos bandos, es decir, mediante la negación de su especificidad. Sin embargo, los hechos dicen lo contrario.
 
La persecución tuvo sus primeras manifestaciones virulentas en mayo de 1931, un mes después de la proclamación de la República, y se prolongó hasta el final de la guerra. Incluso tuvo claros antecedentes en los comienzos del siglo XX, especialmente en la Semana Trágica barcelonesa, y en el XIX.
 
Como señala Martín Rubio, otro modo de justificación ha consistido en intentar hacer ver que los motivos eran sociales y lo ocurrido, consecuencia de la colaboración del clero y la Iglesia con la clase opresora de los más pobres. Lo cierto es que quien estuvo más cerca de los desfavorecidos fue, siempre, la Iglesia, y, curiosamente, alguno de los casos de mayor ensañamiento tuvieron por víctimas a religiosos que habían vivido totalmente entregados a los más necesitados.
 
Lo que se ha visto a lo largo de la historia de los movimientos revolucionarios, bien marxistas, bien anarquistas, es que difícilmente han tolerado a aquellos que, pese a tener un fin de promoción social y erradicación de la pobreza, no han compartido sus métodos y medios. Han dado sobradas muestras de intolerancia incluso entre ellos mismos.
 
Otra de las falacias esgrimidas frecuentemente, como hace ver Martín Rubio, es la de la reacción espontánea del pueblo. Las cosas no suelen ocurrir casualmente. Detrás de estos innombrables acontecimientos hubo unas ideologías, unas de carácter burgués, otras de tipo revolucionario, que, pese a las grandes diferencias que las separaban, compartían un elemento común: un beligerante laicismo.
 
No se trataba de mero anticlericalismo, pues no actuaron contra el clero solamente. Estamos hablando de ideologías antirreligiosas y, al ser España un país mayoritariamente católico, anticatólicas. Estas ideologías, organizadas en partidos o de otra manera, cual es el caso de la masonería, llevaron a cabo durante décadas, antes de la II República, una constante labor que fue creando un ambiente abiertamente hostil a cualquier forma de manifestación religiosa.
 
Además de innumerables publicaciones periódicas y libros, fue muy importante la labor ideológica y propagandística en la enseñanza. Junto a esto, la acción directa organizada: mítines, contra-procesiones, disturbios callejeros, apedreamientos de templos, burlas y blasfemias organizadas, etcétera; a lo que hay que añadir, una vez tomaron el poder, la acción legislativa, abiertamente cercenadora de la libertad religiosa, y la pasividad oficial ante los actos vandálicos, que, una vez comenzada la Guerra Civil, se convirtió en acción directa.
 
El resultado, a juicio de Martín Rubio, tuvo caracteres de auténtico genocidio; en este punto recurre al DRAE: "Exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de etnia, de religión, de política o de nacionalidad".
 
Junto al libro, el comprador de La cruz... adquiere un documental del mismo título, en formato DVD y dirigido por Diego Urbán. Rodado con pocos medios, merece ser visto mucho más que tantas películas subvencionadas. Hay imágenes y testimonios realmente estremecedores que difícilmente serán emitidos en algunas cadenas de televisión. A diferencia del libro, que se centra, ante todo, en la presentación de lo que hicieron los perseguidores, el documental dedica más atención a cómo actuaron los perseguidos. El mal que les mereció la muerte fue su fe, y la respuesta que dieron, el perdón.
 
¿Su muerte fue testimonio sobre Alguien, o simplemente murieron por algo? Un hombre auténtico, da igual que sea varón o mujer, no puede conformarse con una verdad decretada oficialmente. Cualquier hombre, para ser fiel a sí mismo, tiene que buscar la verdad.
 
 
ÁNGEL DAVID MARTÍN RUBIO: LA CRUZ, EL PERDÓN Y LA GLORIA. Ciudadela (Madrid), 2007, 96 páginas. Se vende junto con un documental homónimo de DIEGO URBÁN PARDO, de 65 minutos de duración.
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