Cuando hablo de escribir en voz alta me refiero a la condición sonora de toda buena literatura. Es sabido que en la Grecia clásica la poesía se consideraba arte acústica, aunque no debamos olvidar que la métrica y el ritmo eran necesarios para la difusión de las leyendas. Pero no tengo que ir tan lejos: Julio Cortázar grababa todo lo que escribía, en uno de aquellos antiguos magnetofones de cinta, y corregía escuchando, por eso todos sus textos resisten la lectura pública. Sospecho que no es tal el modo de elaborar de Fanjul: lo percibo mucho menos racional, mucho más apasionado y más entregado a su oído, no en vano se abre el libro con una cita de Nicolás Guillén, quien poseía el don del son.
Y La Habanera de Fanjul se abre en cubano, un cubano muy bien escuchado y mejor repercutido, lexicalmente rico y musicalmente diáfano. Los escritores españoles han tenido siempre alguna dificultad con el castellano de América. Valle Inclán renunció a él desde el principio y eligió para Tirano Banderas una mixtura en la que caben chilenismos, mexicanismos, argentinismos y demás, de modo de eludir el ruido en el que temía caer, probablemente con razón. Camilo José Cela sucumbió a la tentación de escribir venezolano y fracasó: La catira es su peor libro. Sólo Pérez-Reverte lo consiguió en La Reina del Sur: aprendió a oír en mexicano, como Fanjul aprendió a oír en cubano.
Pero no para ahí la cosa, porque ni el español de España ni el de Cuba son constantes ni iguales, de modo que el segundo nivel de percepción, nada fácil de remontar, es el de las hablas de clase, de las que en este libro hay un amplio uso. Galdós lo comprendió y lo desarrolló, y Fortunata y Jacinta, por ejemplo, es un registro perfecto de las hablas de clase del Madrid de finales del XIX, como lo es en relación con las décadas de 1960 y 1970 El gran momento de Mary Tribune, de Juan García Hortelano.
Por último, el sonido del tiempo y el de la lengua intermedia. La Habanera de Alberto García discurre aproximadamente desde el final de la Primera República en España hasta cerca de 1920 en Cuba. De la infancia a la madurez del Gallego García, en los dos lados del mar. Y juro que no es sencillo hacerse cargo de una lengua de época, evitar las groserías intelectuales propias de nuestro (mal) cine histórico y de nuestra (peor) televisión con pretensiones históricas, que hacen que en una historia que sucede hace cien años los personajes digan de pronto cosas del argot contemporáneo. Más enojoso todavía es reflejar en la literatura una lengua intermedia, como es el caso de Aguilera, español de larga estancia en Cuba, en el que se resumen todos los problemas técnicos que un escritor pueda enfrentar sin caer en el visible pastiche. De los italianos que emigraban al Río de la Plata se decía que hablaban cocoliche, que es lo que se genera en el momento en que se ha olvidado el italiano y aún no se ha aprendido el español local. Pues bien: hay un cocoliche español-español, que corresponde a un español olvidado y otro español aún no aprendido. Eso es lo que habla Aguilera, que va escorando su sintaxis hacia el sonido de la isla y usa palabras ausentes del oído español, como central o batey, que es como suele designarse allá al ingenio azucarero.
Imagino que el lector se estará preguntando de qué trata finalmente la Habanera de Fanjul, así que intento resumirlo: trata de la vida de un emigrante que alrededor de los cuarenta años se marcha a Cuba. No es un emigrante cualquiera, porque es un hombre con estudios universitarios; tampoco lo es el momento en que embarca, en medio de la Gran Guerra, en un vapor en el que no sólo se teme la traición de la mar, también a una máquina de nuevo cuño: el submarino. En la obra no hay una sola fecha, hay que deducirlas del contexto. La fecha que organiza todo el relato es 1898, su antes y su después. Alberto García llega a una Cuba en la que los gallegos, gentilicio originado en la condición mayoritaria de los emigrantes –o inmigrantes, mirada la cuestión desde el otro lado– españoles de ese origen, no son recibidos sin desconfianza, pero son por lo general mejor acogidos que los americanos del norte. Y allí hace García una vida nueva mientras evoca la vieja, resumida en una fórmula común a todos los pueblos del universo mundo, todos pretenciosos y todos errados en su pretensión: "Como en Campazas, nada". Desde luego, García lo repite como un mantra irónico, enterado de que fuera de Campazas es donde está todo.
No voy a contar la trama, lo que ocurre en la vida del protagonista; en cambio diré que su peripecia, como la de todo el mundo, aun de los que no lo saben, es espejo de la historia común: "Supieron atinar con sus versiones certeras en todos los males de la patria, con Yaguajay como espejo y los posos del café para leer, como una Biblia infalible", escribe Fanjul. Además, una trama es una novela y una novela es el desarrollo particular de una trama. No se puede poner una novela en un telegrama, y si se puede es porque la novela ha fracasado, lo que no es el caso.
He puesto el acento en la lengua porque es lo que hace de este libro algo singular e irrepetible. Y debo decir que también en la lengua ha sostenido Fanjul su obra, con un resultado inevitable: el ingreso en el barroco. Un ingreso también acústico. Cada uno de los personajes cuenta en la Habanera su parte y su modo de ver la historia que los relaciona. Lo que surge no es un diálogo, sino un muy cubano contrapunteo, una fuga en el sentido musical del término.
Serafín Fanjul es un probado americanista. Pero eso no bastaría para explicar este libro. Hay saberes académicos y saberes del corazón. A veces, sólo a veces, se superponen y uno ilustra al otro, como en este caso. Aquí, el hondo conocimiento de la historia se trasciende a sí mismo y deriva en puro amor a ese pasado, un pasado que pertenece al acá y el allá, como diría Alejo Carpentier, a quien hubiese encantado este libro por lector, por poeta y por músico enamorado de la misma música que Fanjul. Eugenio Trías dice que la música que llamamos clásica nace con la modernidad en Europa. Lo que me invita a pensar que tiene la misma edad que América. Y si el XVI fue el siglo de la conquista, el XVII se corresponde por igual al barroco y al establecimiento español en el Nuevo Mundo, de modo que no es posible narrar uno sin el otro.
España no es sin América ni América es sin España, y hablo de toda América, de polo a polo. Esto lo sabe Serafín Fanjul mejor que nadie. Lo sabe con el corazón.
SERAFÍN FANJUL: HABANERA DE ALBERTO GARCÍA. Escolar y Mayo Editores (Madrid), 2010, 325 páginas.