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LA CASA DE LOS ENCUENTROS

Segundas partes

Lo de Martin Amis es ya un caso de eterno retorno, obviamente tedioso, como todo lo nietzscheano. Desde hace más de dos décadas, cada vez que este autor alumbra una novedad se repite el mismo guión: si es una novela, se valoran sus méritos o defectos no per se sino a la luz de sus anteriores libros; si un libro de ensayos, a poco de publicarse estalla una polémica colateral.

Lo de Martin Amis es ya un caso de eterno retorno, obviamente tedioso, como todo lo nietzscheano. Desde hace más de dos décadas, cada vez que este autor alumbra una novedad se repite el mismo guión: si es una novela, se valoran sus méritos o defectos no per se sino a la luz de sus anteriores libros; si un libro de ensayos, a poco de publicarse estalla una polémica colateral.
Martin Amis.
En esto y en muchas otras cosas, Amis prolonga la estela –o la sombra, según se mire– de su padre. Cuando estudiaba en Inglaterra y Kingsley no había muerto y Martin no era conocido todavía (confieso que tan vieja soy), críticos y profesores y periodistas establecían nítidas divisorias entre el Kingsley "bueno" y el Kingsley "malo". Bastaba con leer sin discriminar entre las obras de Kingsley arrojadas en éste y aquel surco para comprender que todo aquello tenía más bien poco que ver con la lectura o la evaluación crítica, y que las fronteras y líneas del mapa eran trincheras en una guerra de posiciones, tan ineficiente en sus métodos y dudosa en sus objetivos como la primera de las mundiales. Desde luego, una guerra librada en salones y salas de redacción y no en el Marne, pero igual de enconada.
 
Exactamente lo mismo sucede hoy con su hijo. Hay un Martin "bueno" y otro "malo", categorías cuyo refinamiento refleja el grado de evolución moral de sus acuñadores. La mayoría es gente de izquierdas, que en Inglaterra siempre ha sido una categoría harto más nutrida y diversificada que en otras latitudes, y donde hasta el sol de hoy siguen en activo todas las sectas habidas de la gran religión del siglo XX, y alguna más nacida en el XXI. ¡Si hasta izquierdistas liberales hay, como demuestra el grupo de Euston!
 
Con la publicación de House of Meetings (2006), que acaba de editar en España Anagrama, asistimos una vez más al previsible lanzamiento de cohetes caseros. Quienes quedaron escamados con Koba the Dread (2002; Koba el Temible, Anagrama, 2004), ahora han tenido oportunidad de resarcirse. Koba fue obviamente escrito por el Martin "malo", y La Casa de los Encuentros por el "bueno": ya sentenciaron en su día los artificieros críticos que el primero, hábil mezcla de panfleto político, ensayo histórico y retrato autobiográfico, no era "literatura" de verdad.
 
Es muy interesante este reproche, al que volveré, pero la verdad es que la erisipela que contrajeron los lanzadores de Kassam al frotarse con el contenido del libro tenía menos que ver con materia tan poco detonante como la literatura que con la airada denuncia del estalinismo en la que Amis había incurrido al escribirlo. Y como Koba se vendió como ensayo, la cohetería se vio inevitablemente acompañada del fuego graneado de la polémica. Esta vez Martin había pasado de malo a pésimo por haber sacado los colores a su padre a cuenta de su persistente estalinismo, y a Christopher Hitchens, viejo amigo y padrino de uno de los hijos del escritor, por su ininterrumpido idilio con Lenin y Trotsky.
 
"Los mejores libros son los que cuentan lo que ya conocemos": es la frase que Orwell regala a Winston Smith para que la medite mientras lee La teoría y la práctica del colectivismo oligárquico, de Emmanuel Goldstein, el libro de cabecera de los jerarcas del partido en 1984. Un escaldado Hitchens nos la recuerda en su crónica-desagravio de Koba, pero a pesar del uso torticero que hace de ella sigo pensando que es aplicable a los casos de este libro y La Casa de los Encuentros.
 
Antes de que a Martin Amis le diera por zambullirse en los horrores del Gulag, ya estábamos enterados de lo que fue su asesina realidad. Gracias, entre otros, a Chalamov, Ginzburg y Solzhenitsyn, que la padecieron en sus carnes. Y de la naturaleza real del comunismo soviético, lo único que a estas alturas sorprende (y a quien esto escribe aun causa estupor) es que tanto socialdemócrata de toda la vida y todos los comunistas reciclados en ecologistas sigan en lo mismo: lanzando Kassams, para distraer y a ver si cuela, cada vez que vuelve a hablarse de lo que con tanta lucidez como precisión detallaron hace décadas, por ejemplo, Victor Serge, Boris Souvarine o Arthur Koestler. Es más, sorprende que sorprenda a la progresía inglesa, habida cuenta de que fue un inglés el primero en vaticinar, en el temprano año de 1920, lo que se avecinaba en la tierra de los Soviets: en The Practice and Theory of Bolshevism, Bertrand Russell, zorro filosófico donde los hubiera, comienza curándose en salud, en plan Bloomsbury, diciendo que el advenimiento del comunismo es cosa deseable, para luego dedicar la mayor parte de su análisis a fustigar el bolchevismo y sus métodos. Salvo error u omisión de mi parte, si bien mitigado por una lenidad con el comunismo perfectamente explicable en el contexto de aquella lejana y aún crédula época, éste de Russell es el primer alegato contra el comunismo real escrito en Occidente.
 
La Casa de los Encuentros, por fortuna, es uno de esos libros que nos cuentan lo que ya conocemos. El narrador, nacido en 1919, escribe desde 2004 sobre lo que vivió en el Gulag después de la Segunda Guerra Mundial. En claro homenaje a Conrad (uno de los sub, ante o pretextos literarios de la novela), viaja al corazón de la Rusia actual, esa otra tiniebla, para reencontrarse con su destino; es decir, para buscar la muerte que ha sido su compañera y de la que ha sido activo partícipe durante buena parte de su vida. Un reencuentro que le obliga a poner en paralelo y contrastar el ayer soviético y el hoy putiniano, la degradación bestial del pasado (las imágenes más poderosas y fértiles de la novela son las que hablan de la condición humana reducida a salvajismo animal) y la bestialidad degradada del presente (hiela la sangre la minuciosa evocación de lo sucedido en la toma de rehenes de la escuela de Beslán). Éste es el primer nivel, para decirlo en jerga Logse, de la novela.
 
Como siempre, esta novela de Amis es también un ejercicio narrativo. En este caso, lo ejercitado por el autor en el gimnasio de la haute littérature es el género epistolar. La matriz literaria de la novela es una serie de cartas: la que el narrador escribe a su hijastra estadounidense y que enmarca la narración, otra que escribió su hermano y el narrador no leyó en su día y no sabemos hasta el final si acabará desvelándonos. Éste es el anunciado macguffin de La Casa de los Encuentros, del que siempre hay al menos uno en las novelas de Amis, el mejor discípulo de Hitchkock en predios literarios. Pero a menos que se escriba Pamela o Les liaisons dangereuses (algo que hoy a ningún escritor en su sano juicio se le ocurre hacer), lo del género epistolar acaba siendo un taparrabos más o menos honroso. Artificios narrativos aparte, lo más revelador de la novela de Amis está en su tercer –perdón– nivel.
 
Carta arriba, carta abajo, y tras navegar por mucho mar de los sargazos de la Rusia eterna y por tan anacrónicas cuan sentidas reflexiones conradianas sobre la homotética relación entre geografía y destino, lo más memorable de La Casa de los Encuentros (título que remite al lugar, en algunos campos del Gulag, donde los condenados podían encontrarse con sus mujeres o esposas) es su corazón de melón narrativo –poco conradiano, por cierto–: dos hermanos (y, de paso, un tercero, muerto e invisible, que quién sabe si hubiese podido funcionar como el Percival de Las olas de Woolf, pero al que no me veo capaz de asignar función narrativa alguna) pugnan por el amor de una mujer, tópicamente bella y judía para más señas, que se casa con uno de ellos pero que ambos están condenados a perder.
 
Por descontado, el narrador es la bestia y su hermano, la bella. El primero, tras haber participado en el glorioso triunfo de las tropas soviéticas sobre el ejército nazi a punta de violaciones, da muestras en el Gulag de vigorosos impulsos vitales (el narrador evoca ilustrativos episodios de supervivencia tras haber leído, obviamente, a Solzhenitsyn). El hermano, pacifista y buenista ejemplar, es incapaz aun de matar a los piojos más humildes que incuba bajo su piel, y debe su supervivencia al insaciable colmillo blanco de su hermano. Parece baladí, lo sé, visto el tamaño del iceberg gulaguiano que le sirve de escenario, pero il faut oser, que dicen los galos: la muerte y el deseo, la brutalidad de lo uno y lo otro, fraternalmente reunidos bajo el mismo techo de la misma casa.
 
La crítica ha dicho, entre otras minucias, que esta triangulación de personajes obedientemente repartidos en despiadado, pacifista y deseable remite forzosamente a Los hermanos Karamázov. Da igual que Lev, el hermano bondadoso, se parezca o no a Alyosha (que sí se parece, y aun impostadamente en el macguffin finalmente desvelado): este tipo de comparaciones sólo sirve para rebajar a quien las hace al nivel de un parvulario. Lo cierto es que La Casa de los Encuentros funciona como novela precisamente por el novelón de los hermanos. Lo siento, pero no puedo alabar o denostar la literatura salvo recurriendo a sus propios términos. Sí: esta novela de Amis es una buena novela. Dicho lo cual, queda por saber si, además de buena, es (o era) necesaria.
 
Lo diré sin más rodeos. Es lo único que le reprocho a Martin Amis: ¿cómo se le ocurrió pasar de Koba a un novelón de amor, dolor y muerte sobre el mismo tema? A orillas del Caribe, quizás porque no se padece el frío de la estepa siberiana aunque sí el infierno de otros paraísos socialistas, se tiene claro que lo uno es lo uno y lo otro, lo otro. Koba es la indispensable reflexión de su autor sobre el mayor fraude del siglo XX –el comunismo–, sobre el escándalo que supone que las mentes supuestamente más lúcidas, incluida la de su genial padre, se postraran ante sus pies de barro. Y una denuncia en toda regla de sus crímenes, todos ellos atroces. En cambio, esta Casa de los Encuentros, por más llena que esté de sound and fury, no pasa de quejido familiar. A whimper and a bang.
 
La prueba del algodón de que esto es así es la reacción –retomo mi argumento inicial– de los artificieros de la margen izquierda. Todos a una respiran ahora aliviados: bueno, ha pasado el susto, no era para tanto. Ya se sabe, este chico, al igual que su padre (no en vano acabó alcoholizado), es de temperamento inestable. Pero siempre acaba recuperándose, tras darnos unos sustos de muerte cada vez que le da por publicar ensayos. Por suerte, ha vuelto al redil. Es decir, a la literatura.
 
En efecto, ésta es la principal función social de la literatura, hoy en día: aquello que dicho en clave de no ficción es conflictivo y crispador –pecado capital para el Vaticano socialdemócrata–, trasladado a novelón puede enseñarse incluso en las aulas a los tiernos infantes. Porque la literatura siempre ofrece el recurso de diluir la historia y la realidad (y la verdad, a secas) en algún romance descarriado o infeliz. El poeta polaco Zbigniew Herbert ya lo decía, con su acerada y a la vez urbana lucidez:
Siempre que el objeto del arte
sea un jarrón hecho pedazos
una pequeña alma en pedazos
con gran lástima de sí misma
 
lo que tras nosotros quedará
será el llanto de los amantes
en algún hotelucho sucio
cuando el empapelado albea
Por eso prefiero, además de a Tucídides, leer al Martin Amis de Koba.
 
 
MARTIN AMIS: LA CASA DE LOS ENCUENTROS. Anagrama (Barcelona), 2008, 264 páginas.
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