Čapek creció en una familia de clase media, y estudió filosofía en Berlín, París y Praga. Las dos pasiones de su vida fueron la literatura y la política. Compartía el amor por el teatro con su hermano Josef, quien tuvo una feliz ocurrencia: le sugirió una nueva palabra para describir a los autómatas, robot, derivada del checo robota, "trabajo", que utilizó en la entonces célebre RUR. Robots Universales Rossum (1921); de ahí pasó al lenguaje universal.
El trasfondo de las obras de Karel Čapek es la denuncia de la estupidez humana, algo tan ligado con el desprecio por la libertad que percibía en la sociedad europea de entreguerras (v. su novela La fábrica del Absoluto, de 1922). El vínculo con la política era, entonces, inevitable. Criticó los totalitarismos –en especial el nazi, que tanto afectaba a su país–, lo que le valió ser vetado por la Academia sueca para el Nobel y que la dictadura comunista prohibiera sus libros.
Čapek publicó La guerra de las salamandras en 1936. En España se editó por primera vez en 1945, en la colección "Novelas Extrañas" de Revista de Occidente. La historia es bien sencilla, una distopía, elemento tan característico de la ciencia ficción: una casualidad hace que el hombre descubra una especie antediluviana, un tipo curioso de salamandra con una capacidad física e intelectiva igual a la del ser humano. La intención de Čapek es mostrar cómo la deriva de la Europa de los años treinta del XX conducía al totalitarismo. Así, Čapek describe una sociedad que dormita, egoísta, indiferente o mezquina, mientras los totalitarios –las salamandras– van dinamitando la libertad, la civilización. Mezcla con maestría el humor y la aridez, episodios cómicos con planteamientos filosóficos y sociales, y por resultado obtiene una crítica demoledora e irónica de la Europa de entreguerras.
El retrato de la clase ociosa es incisivo sin ser grosero, al tiempo que los Estados, los políticos y los comerciantes son descritos con descarnada crudeza. Čapek no deja títere con cabeza a la hora de describir la manera en que la sociedad afronta la cuestión salamandresca. Las confesiones protestantes salen mal paradas –no tanto la Iglesia católica, que se limita a decir que no hace falta bautizar a las salamandras porque, al no ser hijas de Adán, estaban libres del pecado original–, y los comunistas, que llaman a los animalejos a librar la lucha de clases, son ridiculizados. Los filósofos tampoco lucen mucho; uno de ellos les inventa una religión, y otro, en un texto interesantísimo, dice que son el futuro, porque el futuro será de las sociedades uniformes, en las que sólo habrá una raza, una clase y una nación.
Čapek capta aquí la mentalidad derrotista del liberalismo de entreguerras frente al colectivismo, y le hace decir a ese filósofo que la humanidad debe retirarse, dejar paso a lo moderno, a lo que ha marcado la evolución, apartarse ante la superioridad de una raza. Junto a este filósofo, Čapek nos muestra a un tal señor X, su alter ego, que propugna que el hombre debe plantar cara a los que quieren acabar con la civilización y la libertad.
Mientras los Estados y sociedades europeos se muestran inertes ante el avance amenazador de las salamandras, éstas van ocupando la Tierra. Čapek juega con una figura literaria: el mar avanza sobre los continentes, como el fascismo sobre la libertad. Y al igual que la opinión pública de la época de entreguerras leía con indiferencia el avance de los totalitarios, los hombres se acostumbraron a las noticias de la pérdida de su civilización bajo las aguas oceánicas. Los dos personajes del capítulo final, padre e hijo, juegan con la moraleja. El segundo delega la defensa de la libertad en el Estado, el poder; el primero, en cambio, no cree que se trate de una opción viable. La responsabilidad es individual, dice, de todos y cada uno de los hombres.
Los Estados democráticos acabaron dando la espalda a Checoslovaquia en la conferencia de Munich de septiembre de 1938, dejándola a merced del Tercer Reich. La Gestapo echó sus redes en ese país y espió a los hermanos Čapek. En diciembre morirá Karel, de una neumonía, tres meses antes de que los nazis entraran en su amada Praga. Josef, el inventor de la palabra robot, falleció en un campo de concentración en 1945, pocos meses antes del fin de la guerra. Para entonces ese mar totalitario había sumergido ya demasiada tierra, y aún anegaría otras costas.
KAREL ČAPEK: LA GUERRA DE LAS SALAMANDRAS. Gigamesh (Barcelona), 2009, 240 páginas.
El trasfondo de las obras de Karel Čapek es la denuncia de la estupidez humana, algo tan ligado con el desprecio por la libertad que percibía en la sociedad europea de entreguerras (v. su novela La fábrica del Absoluto, de 1922). El vínculo con la política era, entonces, inevitable. Criticó los totalitarismos –en especial el nazi, que tanto afectaba a su país–, lo que le valió ser vetado por la Academia sueca para el Nobel y que la dictadura comunista prohibiera sus libros.
Čapek publicó La guerra de las salamandras en 1936. En España se editó por primera vez en 1945, en la colección "Novelas Extrañas" de Revista de Occidente. La historia es bien sencilla, una distopía, elemento tan característico de la ciencia ficción: una casualidad hace que el hombre descubra una especie antediluviana, un tipo curioso de salamandra con una capacidad física e intelectiva igual a la del ser humano. La intención de Čapek es mostrar cómo la deriva de la Europa de los años treinta del XX conducía al totalitarismo. Así, Čapek describe una sociedad que dormita, egoísta, indiferente o mezquina, mientras los totalitarios –las salamandras– van dinamitando la libertad, la civilización. Mezcla con maestría el humor y la aridez, episodios cómicos con planteamientos filosóficos y sociales, y por resultado obtiene una crítica demoledora e irónica de la Europa de entreguerras.
El retrato de la clase ociosa es incisivo sin ser grosero, al tiempo que los Estados, los políticos y los comerciantes son descritos con descarnada crudeza. Čapek no deja títere con cabeza a la hora de describir la manera en que la sociedad afronta la cuestión salamandresca. Las confesiones protestantes salen mal paradas –no tanto la Iglesia católica, que se limita a decir que no hace falta bautizar a las salamandras porque, al no ser hijas de Adán, estaban libres del pecado original–, y los comunistas, que llaman a los animalejos a librar la lucha de clases, son ridiculizados. Los filósofos tampoco lucen mucho; uno de ellos les inventa una religión, y otro, en un texto interesantísimo, dice que son el futuro, porque el futuro será de las sociedades uniformes, en las que sólo habrá una raza, una clase y una nación.
Čapek capta aquí la mentalidad derrotista del liberalismo de entreguerras frente al colectivismo, y le hace decir a ese filósofo que la humanidad debe retirarse, dejar paso a lo moderno, a lo que ha marcado la evolución, apartarse ante la superioridad de una raza. Junto a este filósofo, Čapek nos muestra a un tal señor X, su alter ego, que propugna que el hombre debe plantar cara a los que quieren acabar con la civilización y la libertad.
Mientras los Estados y sociedades europeos se muestran inertes ante el avance amenazador de las salamandras, éstas van ocupando la Tierra. Čapek juega con una figura literaria: el mar avanza sobre los continentes, como el fascismo sobre la libertad. Y al igual que la opinión pública de la época de entreguerras leía con indiferencia el avance de los totalitarios, los hombres se acostumbraron a las noticias de la pérdida de su civilización bajo las aguas oceánicas. Los dos personajes del capítulo final, padre e hijo, juegan con la moraleja. El segundo delega la defensa de la libertad en el Estado, el poder; el primero, en cambio, no cree que se trate de una opción viable. La responsabilidad es individual, dice, de todos y cada uno de los hombres.
Los Estados democráticos acabaron dando la espalda a Checoslovaquia en la conferencia de Munich de septiembre de 1938, dejándola a merced del Tercer Reich. La Gestapo echó sus redes en ese país y espió a los hermanos Čapek. En diciembre morirá Karel, de una neumonía, tres meses antes de que los nazis entraran en su amada Praga. Josef, el inventor de la palabra robot, falleció en un campo de concentración en 1945, pocos meses antes del fin de la guerra. Para entonces ese mar totalitario había sumergido ya demasiada tierra, y aún anegaría otras costas.
KAREL ČAPEK: LA GUERRA DE LAS SALAMANDRAS. Gigamesh (Barcelona), 2009, 240 páginas.