... pero vaya el autor al trinque o no, digo yo que lo hace de manera honrada, dándole a uno lo que espera y provocando una carcajada malévola cuando la sangre, que la hace muy a su sabor don Arturo, comienza a chorrear por los imbornales de sotavento.
Esta recopilación se destila, como las buenas ginebras con las que el académico dice mamarse a veces, a partir de unas arrobas de mala leche, bidones de escepticismo desencantado –más amargo aún cuando mira a España y a los españoles–, mucha devoción por la buena literatura de aventuras y algo de la ternura que el autor siente por animales, niños y desheredados. Todo ello enfriado en el serpentín de su sugestiva y, ¡qué nivel Maribel!, canalla prosa.
El autor, que es un misántropo y un cabrón (ojo, él mismo se retrata), se duele de España –mala madre de sus mejores hijos–, de sus políticos y dirigentes, tan mezquinos como iletrados, y se compadece de unos pocos: de los tipos duros a los que la suerte hirió con zarpa de fiera, de los pobres diablos que se empujan sus dos pelotazos de Magno antes de echarse a los muelles y de los buenos escritores de aventuras navales. Y de los animales (ballenas, pajarillos, atunes rojos y vaquillas de fiestas de pueblo), a los que aprecia más que a los miembros de su propia especie (la humana, quiero decir).
A estos últimos, a los hombres, los agrupa en tres grandes categorías: a) los que tienen los huevos en su sitio, b) los que no tienen los huevos en su sitio y c) los que no tienen huevos.
Pero, ¡ojo!, que también se nos muestra un puntito chauvinista y borde cuando se trata de arrimar candela a esos ingleses cabrones, colorados como salmonetes y especialistas en omitir las batallas que pierden y magnificar las que ganan, casi siempre frente a españoles morenos y tripones, con aliento a ajo y su característico olor a vino, según ellos. En justa reivindicación del honor patrio, el cartagenero recupera y se regocija con numerosos episodios históricos en los que esas hordas de meridionales que sólo saben tocar la guitarra y rascarse la entrepierna –¡ay, qué risa tía Felisa!– sacudieron por lo menudo al almirante Vernon, al general Campbell y al mismísimo Nelson. Tanto hierro se llevaron entonces los rubiales como reciben ahora del padre de Alatriste los propietarios y tripulantes de los megayates y pijoveleros, y los especuladores que les alfombran el litoral de muelles de atraque a la última. Una vergüenza ajena que te vas de vareta.
Tiemble después de haber reído. Apénese después de haber leído. Mal futuro nos espera, a la vista de cómo acuchillamos a los mejores de entre nosotros y cómo enguarrinamos el viejo Mediterráneo y nuestro pobre planeta. Para evadirse, o para congraciarse con sus congéneres, Pérez-Reverte sugiere sumergirse en las lecturas de grandes novelas de aventuras: Stevenson, Melville, Conrad, O'Brian, Paternain. Si, en contra de este buen consejo del autor, ustedes prefieren dedicarse a practicar deportes de riesgo (puenting, airshoking, tontolculing...) o a ejercer de domingueros con barriga cervecera y zodiac con bandera pirata, guárdense de su vista, si no quieren que en sus próximas columnas les arree bien de estopa o les largue un par de andanadas por la popa.
ARTURO PÉREZ-REVERTE: LOS BARCOS SE PIERDEN EN TIERRA. Alfaguara (Madrid), 2011, 376 páginas.