Gil-Robles, pese a las violencias y crímenes sufridos, hizo un llamamiento a la concordia en su último discurso de campaña:
"Estamos como un ejército en el paroxismo de la lucha, en pie de guerra, y sin embargo yo quisiera que el choque no llegara. Paz y cordialidad, a quienes nos voten y a quienes no nos voten".
Largo Caballero empleó otro tono:
"Los obreros han terminado con el mito republicano. Todos entienden que ya no queda otro camino a seguir sino el de la República socialista. Para nosotros, cuantas más dificultades encuentren nuestros enemigos en la solución de los problemas nacionales, mejor. Estamos dispuestos a no retroceder y a llegar a donde sea necesario. Necesitaremos someter a nuestros enemigos para conseguir la completa emancipación de la clase proletaria".
Tras la experiencia de dos años de gobierno izquierdista, la población se manifestó claramente harta: el centro derecha obtuvo más de cinco millones de votos, mientras la izquierda recibía tres. La extrema derecha quedaba en 770.000, y los grupos comunistas en casi 200.000. El partido de Azaña bajó de 26 diputados a 6, y el propio Azaña no osó presentarse por su partido y por Madrid, sino que lo hizo por Bilbao en la candidatura de su amigo Prieto, pues de otro modo habría perdido el escaño, con toda probabilidad.
Las elecciones habían sido organizadas por el centro izquierda, con la excepción del PSOE, que había sido invitado y había rehusado. La derecha ni siquiera había sido convocada por el Gobierno del radical Martínez Barrio.
Pese a la claridad de su derrota, las izquierdas no la aceptaron en absoluto. El presidente Alcalá-Zamora escribirá:
"Nada menos que tres golpes de Estado se me aconsejaron en 20 días [por las izquierdas republicanas]. El primero a cargo de Botella, el ministro de Justicia, quien propuso la firma de un decreto anulando las elecciones hechas. Inmediatamente después propuso Gordón Ordás, ministro de Industria, que yo disolviese las nuevas Cortes. Pocos días más tarde Azaña, Casares y Marcelino Domingo dirigieron a Martínez Barrio, presidente del Consejo, una carta de tenaz y fuerte apremio en la que el llamamiento tácito a la solidaridad masónica se transparentaba clarísimo".
La maniobra golpista de Azaña y sus compañeros fue la más peligrosa, pues presionaron reiteradamente para suspender la reunión de las Cortes salidas de las urnas, formar un Gobierno con los partidos de izquierda y organizar una nueva consulta electoral con garantía de triunfo de los derrotados. Tales actuaciones, completamente antidemocráticas, eran coherentes, en cambio, con su concepción despótica de base, señalada reiteradamente en estos artículos y sin la cual no se explica la conducta del político: "Una república para todos los españoles, pero gobernada por los republicanos", es decir, por los afines al propio Azaña, votara el pueblo lo que quisiera.
La falsificación de las verdaderas concepciones y actos de Azaña ha sido otra constante en la historiografía, de fundamento en general marxista, predominante en estos últimos decenios.
La ERC, nacionalista catalana de izquierda, reaccionó con estridentes amenazas. La Humanitat, periódico de Companys, clamaba:
"¡En pie de guerra! Ha ganado toda la tropa negra y lívida de la Inquisición y el fanatismo religioso, para apuñalar la democracia. No ha sido la Lliga ni Acción Popular la triunfadora. Ha sido, aquí y fuera, el obispo. Ha sido la Iglesia, ha sido Ignacio de Loyola".
Aquella turba reaccionaria había apelado "al fanatismo, a la locura, a la traición, a la miseria moral y mental de una conciencia de esclavo y de iluminado". Realmente, la ERC parecía estar describiéndose a sí misma. Y concluía:
"Es la hora de ser implacables, inflexibles, rígidos. Sin perder la serenidad, sólo hay que escuchar una voz, que resonará, si hace falta, en el momento preciso".
En pie de guerra, pues. Y no se quedarían en palabras, como iremos viendo.
La CNT replicó a las elecciones con su más sangrienta insurrección hasta la fecha, causando en varias provincias un mínimo de 89 muertos, 20 de ellos en un tren que cayó desde un puente dinamitado por los anarquistas.
Pero la reacción más cargada de peligro, aunque menos visible de momento, partió del PSOE: arreció dentro de él la campaña para expulsar de los puestos de poder a Besteiro y a sus seguidores, por medios a menudo violentos, y los preparativos para un movimiento revolucionario se aceleraron. Los dirigentes bolcheviques despreciaban abiertamente al centro derecha, y consideraban llegada la ocasión histórica de cumplir sus objetivos máximos derrocando la república burguesa. Lo expresó con claridad uno de los principales comprometidos, Amaro del Rosal, en una disputa con los besteiristas:
"El año 33 es favorable a la revolución. Existe un espíritu revolucionario; existe un Ejército completamente desquiciado, hay una pequeña burguesía con incapacidad de gobernar, que está en descomposición. Tenemos un gobierno que no conoce la historia de España, que es el de menor capacidad, el de menor fuerza moral, el de menos resistencia. Por eso yo opino que ahora todo está propicio".
Lo mismo pensaban Largo, Prieto, Araquistáin y la plana mayor del partido.
El gran triunfador de las urnas había sido Gil-Robles, con la CEDA como partido más votado, y por tanto con plena capacidad legal para exigir el poder. No obstante, renunció a hacerlo, de momento, pensando que le bastaría con presionar desde fuera del Gobierno a su aliado, el Partido Radical de Lerroux, en espera de que se calmasen las pasiones de las izquierdas. Pero sus adversarios tomaron su gesto por una muestra de debilidad y se enardecieron todavía más.
Pese a su moderación evidente y casi obsequiosa, la CEDA recibió el tratamiento sistemático de fascista. Por supuesto, los dirigentes del PSOE no creían que lo fuera, como expresará claramente Araquistáin en la revista useña Foreign Affairs. Pero de cara a sus seguidores en España, y a la población en general, utilizaban el truco del "fascismo" para provocar en las masas inquietud y voluntad de lucha y paralizar a la CEDA, empujándola a la defensiva.
Las elecciones del 33 marcan el momento decisivo de la República, pues los políticos y partidos manifestaron entonces con plena claridad sus auténticas posiciones, las que habían de conducir el país a la catástrofe. La gravedad del momento queda reflejada por historiadores solventes, como Stanley Payne, Ricardo de la Cierva y otros, pero no, desde luego, por la corriente progresista, cuyas concepciones, según comprobamos reiteradamente, difieren poco de las de aquellos partidos que rechazaban la voz de las urnas, urdían golpes de estado y se ponían en pie de guerra porque la población había preferido otras fórmulas para resolver sus problemas.