Tenemos aquí un típico caso de vidas inicialmente paralelas que, en un momento dado y por profundas causas, se separan, ofreciendo dos modelos enfrentados de cómo entender la práctica del saber y el compromiso político en suelo europeo, francés para más señas.
Se forman en la célebre Escuela Normal Superior de París durante los años 20, completan su instrucción en la Alemania de los 30 y en sus respectivos campos de estudio alcanzan altas cotas de maestría. Pero se distancian y atacan, reencontrándose muchos años después, fugazmente, para salir en la foto. Recordamos la imagen en la que un joven André Glucksmann los reúne en el Palacio del Elíseo el 26 de junio de 1979, como parte de una delegación de intelectuales franceses que demanda al presidente de la República el apoyo del Gobierno a los boat people, los vietnamitas que huían a la desesperada del comunismo tras la salida estadounidense de la zona de conflicto.
Los dos personajes tienen la misma venerable edad. Aron, con traje y corbata, sonríe y exhibe un buen estado físico. Sartre, sostenido por Glucksmann, viste de modo informal, polo y cazadora, y pone cara de circunstancias. Mientras el primero está en su sitio, cumpliendo la misión que ha desarrollado toda su vida: la defensa de la libertad y la denuncia del cualquier género de totalitarismo, el segundo, balanceándose entre Flaubert y los maoístas, entre la cogitación sobre el ser, la libertad y la existencia y la nada del engagement y el marxismo revolucionario, se encuentra ido, fuera de lugar. Le quedan pocos meses de vida. Acaso cumplió allí un postrero y protocolario acto de contrición, siempre de cara a la galería. Demasiado tarde.
Aron, en cambio, asiste al acto en un gesto de confirmación, de ratificación de su fe en la lucha por la justicia y la sociedad libre y contra la tiranía. Discretamente, pero permanentemente. Lo vemos aún en la foto que inmortalizó la secuencia: Sartre va delante y centra la mayoría de las miradas; Aron marcha detrás, seguro de sí mismo y digno, sin protagonismos, empujones ni codazos.
Aron y Sartre: dos personajes célebres y celebrados. Sin embargo, ¡qué ejemplos más desparejos! Existencias dilatadas y florecientes, pero de ninguna manera dos experiencias equiparables por sus efectos y corolarios; en modo alguno dos vidas ejemplares, al menos en el mismo sentido y valor. En realidad, uno y otro ofrecen las dos caras del sabio y del intelectual, modelos distintos, y aun antagónicos, de concebir la relación entre la búsqueda del conocimiento y la vocación política.
Digámoslo así: Sartre, sin entender cabalmente la política, se mete en política, vocifera y desbarra. Le importa más que nada estar y sentirse arropado por el grupo y la secta devota, adora sentirse reverenciado por la multitud y por un ejército de admiradores incondicionales. ¡Quién lo iba a decir del pope del existencialismo, quien abominaba de toda guía y señal de referencia, quien afirmaba que el hombre se hallaba completamente solo en su existencia!
Aron, en cambio, compromete toda su energía intelectual, que es mucha, en estudiar y comprender la naturaleza y la relevancia de lo político, pero también su repercusión, y entra en materia política concibiendo una obra fecunda: El hombre contra los tiranos (1944), Democracia y totalitarismo (1965), De una Sagrada familia a la otra. Ensayos sobre los marxismos imaginarios (1969), Estudios políticos (1972), Introducción a la filosofía política. Democracia y evolución (1997); analizando la significación de la paz y la guerra: Pensar la guerra: Clausewitz (1976), Las guerras en cadena (1951), Paz y guerra entre las naciones (1962); y reflexionando, como asunto recurrente, sobre el papel de las élites intelectuales en el destino de las sociedades libres: La Révolution introuvable. Réflexions sur la révolution de mai (1968) y, especialmente, El opio de los intelectuales (1955).
Fiel discípulo de Max Weber, Aron comprende que el científico y el hombre de acción, así como la ética de los principios y la ética de la responsabilidad, no componen parejas reñidas, sino que tienden a encontrarse en el horizonte de la experiencia. Muestra ésta que la libertad y la democracia se hallan constantemente amenazadas por fuerzas que buscan destruirlas. En su conocida introducción a los no menos memorables ensayos de Weber La ciencia como vocación y La política como vocación, escribe el pensador francés de origen judío lo siguiente: "La reciprocidad entre conocimiento y acción es inmanente a la existencia misma del hombre histórico, y no ya del historiador. Max Weber prohibía que el profesor, dentro de la Universidad, tomase parte en las querellas del foro, pero no podía dejar de considerar a la acción, al menos a la acción mediante la pluma o la palabra, como meta última de su trabajo".
El escenario que conforman los centros de enseñanza, los medios de comunicación y, en general, los espacios de cultura y de formación de opinión constituye, en efecto, un lugar muy sensible y vulnerable en el que fijar posiciones y ganar la hegemonía. Algunos no se resisten al asalto. Ocurre así que la propaganda totalitaria y liberticida lo ha tomado como objetivo privilegiado de dominación y expansión. Allí se decide en gran medida el destino del pensamiento libre, y su supervivencia. Y allí hay que resistir.
Pues bien, Aron, lejos de la labor proselitista practicada por otros, fue un resistente y un superviviente, un hombre de acción, un luchador por la libertad que tuvo que sobrellevar, casi siempre desde la soledad intelectual y personal, la querella contra la secta todopoderosa de los "filotiránicos" (Mark Lilla) y los agentes del totalitarismo. Aron sabía, con todo, que en las democracias, por su carácter de sociedades abiertas y regímenes de opinión pública, el impacto avasallador del antiliberalismo dogmático resulta demoledor y muy difícil de contrarrestar desde el mondo rigor del pensamiento y la honradez intelectual.
Y es que, en efecto, el gran mal que afecta a los hombres de ciencia metidos en política, el opio de los intelectuales, tal y como explicó Max Weber, es la vanidad. Los espacios académicos y científicos, afirma el sociólogo alemán, cultivan esa especie de enfermedad profesional, que, aunque antipática y penosa para quien directamente la sufre, resulta "relativamente inocua". Sin embargo, cuando sale de estos templos e invade la arena política "la necesidad de aparecer siempre que sea en primer plano" suscita los dos grandes vicios de los políticos y sus parodistas: la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad.
La deriva y la pomposa irresponsabilidad descritas por Weber, y que tanto desazonaron a Aron, constituyen hoy en España un problema fenomenal. El opio de los intelectuales en nuestro país conduce a muchos profesores y hombres de ciencia a presidir altos comisionados, a integrarse en "comités de expertos y sabios", consejos de investigaciones diversas y de Estado, y a lisonjear a los poderosos justificando lo injustificable de palabra y por escrito, colaborando en sus medios y compartiendo sus fines, ardiendo en deseos de hacerse oír y poder así influir; o sea, participar del poder, pues no de otra manera entienden la "democracia participativa". Sus nombres están en la mente y en boca de todos, y ellos encantados. Leen mucho, enseñan en las universidades, predican en los media, pero, en su inanidad, nada aprenden.