Pero surgió luego, sobre todo cuando se fueron ampliando los sistemas de instrucción pública, un tipo de historia diferente, más esquemática y más instrumental en sus intenciones, que se ha difundido ampliamente en los textos escolares y los medios masivos de comunicación, en los discursos y los actos públicos conmemorativos de nuestros países.
Se trata de relatos que tienen un carácter parcial, de historias nacionales que de un modo implícito parten del presente, pues lo que intentan mostrarnos es cómo se formó éste o aquel país, cómo se constituyó cada una de las naciones independientes que hoy existen y en poco se detienen a considerar la situación global por la que atravesaba la América Latina en el ya lejano momento de la independencia. Son narraciones históricas, seguramente, porque traen abundancia de datos –con profusión de fechas, nombres y descripciones de batallas–, pero son exposiciones, a la vez, de lo que podríamos llamar "los mitos fundacionales", los relatos en buena parte heroicos que procuran dar un sentido determinado a las realidades del presente.
Nada tiene de particular que las naciones o las instituciones creen, para explicarse y para justificarse, estos mitos de carácter fundacional, tan útiles para que las nuevas generaciones asuman de un modo predeterminado el legado del pasado. Los antiguos solían fundar sus reinos o sus repúblicas en la obra de algún príncipe o legislador mitológico y cada institución, ciudad o imperio elaboraba una especie de mito –un relato algo simplificado, donde los elementos componentes se seleccionaban con cuidado– que servía para fomentar un sentimiento de pertenencia en las personas que se integraban a ellos como nuevos miembros. El mito fundacional servía así para explicar, de un modo indirecto, emotivo y a la vez simple, el sentido de las instituciones existentes, para que cada uno pudiese asumirlas como parte de su propia vida de allí en adelante.
Es, por lo tanto, comprensible que hayan aparecido tales narraciones también en nuestras repúblicas, y de ningún modo queremos restarles aquí el valor que tienen como formas de contribuir a una cohesión cultural y nacional que (...) tan frágil resultaba al momento de la independencia. Pero el observador que, desapasionadamente, trate de analizar y comprender ese vasto movimiento no puede dejar de notar las omisiones, las sutiles distorsiones y las debilidades explicativas que –por supuesto– ofrecen tales relatos.
La principal característica de estas historias, en parte mitológicas, es que asumen como preexistentes las nacionalidades que luego se constituyeron: a pesar de la compleja organización política de la colonia, de la heterogeneidad de cada nueva república y de las semejanzas con regiones de las repúblicas vecinas, se construye una narración donde se presenta al pasado como si las personas, en ese tiempo primigenio, ya actuasen guiadas por criterios nacionales similares a los de hoy. Se tiende a pasar por alto que todos, por ejemplo, se consideraban españoles, más allá de la diferencia entre peninsulares nacidos en España y criollos nacidos en las Indias, y que no se había desarrollado aún un sentimiento de pertenencia que ligara a las personas a las naciones actuales: no existían hondureños, argentinos o colombianos, por ejemplo, a fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX.
Paralelamente a esto, se exacerba la oposición entre criollos y peninsulares, como si todos los nacidos en América hubiesen estado a favor de la independencia y los otros, los españoles, se hubieran opuesto a tal designio. Esto, obviamente, no fue cierto durante la mayor parte del período que nos ocupa, omitiéndose así que la nueva nacionalidad tuvo que ser creada al calor de la lucha, que cada persona tuvo que definirse a favor o en contra de propuestas concretas y que algunos no se decidieron por el bando en que su nacimiento los había colocado. Esta forma de presentar los hechos es una simplificación que, en general, no produce distorsiones mayores, pues se ajusta en buena medida a los alineamientos predominantes, pero tiene un corolario que, en ciertos casos, ha llevado a una consecuencia muy poco deseable: a un sentimiento de rechazo y animadversión, a un distanciamiento con la que fuera nuestra metrópoli, a la que todavía se percibe con desconfianza y con un recelo no exento de desprecio. Presentar las cosas así es dar a las nuevas generaciones una visión unilateral de los hechos y, lo que nos parece aún peor, es mutilar una de nuestras raíces, en muchos sentidos una de las más ricas e importantes.
El tercer punto que se debe destacar es, quizás, el más negativo de todos: los mitos fundacionales tienden a estar personalizados, como suele suceder con todos los mitos, por lo que terminan ensalzando de un modo irrestricto a ciertas figuras, que adquieren así contornos irreales, como si fuesen encarnación de toda perfección y debiesen quedar, por lo tanto, amuralladas contra cualquier crítica. La historia tiende a quedar así dividida entre buenos y malos, como ocurre en las películas mediocres, con personajes planos, poco reales, que parecen más formas concretas de ideas abstractas que seres humanos normales con virtudes y defectos, gestos de osadía y de heroísmo, pero también vacilaciones y temores. No hacemos esta crítica porque nos guíe una inoportuna preocupación estética o una puntillosa intención de plena objetividad, sino porque este culto a los héroes trae aparejado dos consecuencias de tipo político que, de ningún modo, pueden omitirse: la primera es que, con el culto a los héroes primigenios, se ha reforzado en América Latina la tendencia al caudillismo, tan característica de estas tierras y tan perniciosa para la construcción de la institucionalidad que siempre hemos necesitado. Porque si hubo líderes perfectos en otro tiempo, los nuevos dirigentes también han tratado de presentarse ante el pueblo como si estuviesen más allá de todo defecto o imperfección, como continuadores de su obra y aspirantes a un sitial que los eleva por encima de los ciudadanos corrientes. Así lo han hecho, sin duda alguna, decenas de dictadores y tiranos nacidos en todas nuestras tierras, aspirantes al mando absoluto que quisieran situarse en una especie de panteón que los colocara más allá de la crítica y de los reclamos de la oposición.
La segunda consecuencia indeseada del endiosamiento que han recibido ciertas figuras es la exaltación de las ideas extremas, porque el héroe es siempre irreductible, pelea hasta el final, no transige y sus proyectos se sitúan más allá del debate racional o la discusión bien documentada. La exaltación de lo heroico, por lo general, no resulta compatible con las modalidades prácticas de la política civilizada, con la madurez y el equilibrio en la toma de decisiones, con los compromisos inevitables de una gestión pública efectiva y normal. Los moderados, que fueron casi siempre desplazados del mando al calor de una lucha extrema –en la que poco valían los matices–, quedan también así excluidos de la historia, al menos de la que podríamos llamar "la historia oficial", pues sus figuras aparecen disminuidas ante los capitanes de los ejércitos, los directores supremos, los jefes que asumieron el poder cuidándose muy poco de lo que prescribía el ordenamiento legal vigente. Esta manera de ver el pasado, entonces, ha resultado un estímulo para propiciar soluciones drásticas y luchas sin cuartel, creando un pobre precedente que en poco ha ayudado a disminuir el clima de tensiones extremas entre los partidos que ha sido la norma general en América Latina durante buena parte de los siglos XIX y XX.
Los que llamamos "mitos fundacionales" no son, desde luego, creaciones de nuestro tiempo, porque la mitificación de la historia comenzó a forjarse, sin duda alguna, al calor de la lucha independentista: las proclamas de los ejércitos vencedores, como es natural, ponían por las nubes el heroísmo y la valentía de sus combatientes y todo lo negativo que pudiesen encontrar en el bando enemigo. Gloria y prestigio envolvían a los líderes militares, mientras se iba dando forma a las nuevas repúblicas y se creaban con profusión estatutos y constituciones. Pero fue después, algunas décadas más tarde, cuando se logró la organización nacional y los nuevos Estados empezaron a estabilizarse y a crear un sistema masivo de instrucción pública, que los mitos fundacionales adquirieron su forma actual y se difundieron entre los jóvenes que se iban educando. La necesidad de apelar al patriotismo se hizo más apremiante cuando los Estados se vieron enzarzados en las sangrientas guerras del siglo XIX –la del Paraguay, la del Pacífico, la derrota de los mexicanos ante los Estados Unidos y la posterior invasión francesa, los conflictos limítrofes de otras naciones–, tratando de dar a la patria un aura de cosa sacrosanta que justificase las terribles contiendas que segaban tantas vidas, sobre todo la de los soldados que se reclutaban entre los estratos más pobres de la población. Era la patria ante todo y por encima de todo, como altar ante el que se justificaba sacrificar la propia vida.
El acusado nacionalismo, que muchas veces desembocó en patrioterismo superficial y primitivo, puede haber sido imprescindible para la supervivencia de estos nuevos Estados nacionales, pero trajo consigo consecuencias que –de un modo u otro– tuvieron que lamentarse durante largo tiempo: masas fácilmente manipulables por los caudillos de turno, poco disciplinadas en la lucha política, que más parecían súbditos de alguna monarquía absoluta que ciudadanos de una orgullosa república. No extrañará, entonces, que la vida política de nuestros países, durante largo tiempo, mostrara una inestabilidad y una falta de mesura que llegaría hasta bien adentrado el siglo XX.
NOTA: Este texto forma parte del más reciente libro de CARLOS SABINO, EL AMANECER DE LA LIBERTAD, que acaba de publicar Unión Editorial en colaboración con la Universidad Francisco Marroquín (Guatemala).