Las viejas librerías que quedan morirán con los viejos libreros que las habitan. Pero ahora la nostalgia generacional no sirve de nada. Los libros de hoy vienen de Marsella, de Oxford, de Málaga o de Viena en un santiamén. Las viejas librerías tan sólo acogen al lector paciente y hablador. Ya no hay trastiendas como la de la antigua Fuentetaja de Jesús Ayuso. La trastienda era para clandestinos. Para transeúntes entendidos. Temblaba el misterio cuando te engullías en las publicaciones que dejaban al descubierto banderas rojas y republicanas. Pero esos tiempos pasaron. Aunque formen parte de tu vida también.
Cojo un libro de una de las estanterías de la librería del Corte Inglés de Sol: Los viejos camaradas. Ése es el título. Lleva algunos meses en venta. Veo la foto del autor junto a otro libro suyo, más reciente.
A sus 96 años. ¡Qué capacidad para la memoria!, pensarán algunos. ¡Qué generosidad embarga su corazón ya viejísimo al recordar a sus compañeros de lucha!, dirán otros. Yo no. Porque lo que leo ya lo leí antes en otros libros tan tópicos como éste. No es un ejercicio de verdad ni de análisis lo que entre esas páginas se halla. Es autohagiografía indolora. Es un ajuste de cuentas sin contrincantes. Es un testamento histórico blanco, lavado con lejía y suavizado con perlán.
No sirve.
Con desgana empiezo a hojearlo, y es mi mano la que marca el ritmo de las páginas que se deslizan por entre mis dedos, porque mi cabeza está en otra parte. En un lugar pasado y atroz. Imaginario y tangible. Doloso y borroso a la vez. En el lugar incómodo de una infancia lejana, donde los rostros de aquellos viejos camaradas desfilan con un cierto desorden entre nombres falsos y secuencias de miradas ajadas, de clandestino. Retorno a un lugar incómodo donde moran el rencor y la desazón, y el peso de la fatalidad.
Ananké: Fatalidad. Víctor Hugo escribió una novela de 600 páginas partiendo de esa palabra que vio escrita en una torre de Notre Dame de París. ¡Qué no habría escrito sobre la trágica travesía del siglo XX, en la que la fuerza idólatra del sacrificio mortificó la mente y trituró los cuerpos!
Algunas memorias políticas ayudan a analizar la historia inmediata y, por lo tanto, a guiarla hacia derroteros menos pasionales, más reflexivos. Véase Azaña. Véase Ridruejo. Otras memorias, sin embargo, potencian al propio condottiero que las escribe sin bajarse del caballo. Escribe para la posteridad, reconciliándose con todos los viejos camaradas, eso sí, sobrevolando la grisura de los cadáveres.
El final siglo XX europeo fue pródigo en condottieri como Hoenecker o Ceaucescu, que gozaron del mismo poder que el autor de Los viejos camaradas para decidir sobre la vida y la muerte de los otros.
Los viejos camaradas. Sí, hubo muchos. Todos han muertos hoy. O casi. Pero no están todos los nombres porque no habría libro alguno que pudiera nombrarlos a todos. Habría que reescribir una nueva versión del libro de los muertos.
El autor cuyo nombre no nombro escribe un libro para no decir nada, protegido por un lenguaje codificado. Tal vez Los viejos camaradas tenga que leerse como una larga suma de esquelas individuales. Será eso. El político superviviente sigue tenaz, agarrado a la vida, y lo hace aupado con prebendas, premios, honores, adopciones, doctorados honoris causa, bagatelas... minucias... calderilla suculenta, casi nada. ¡Gloria al superviviente! Pero algo moral parece fallar aquí: este capitán sobrevivió a todos los maremotos. A todos sus hombres también. Y una vieja leyenda libresca cuenta que cuando un capitán tiene la improbable desgracia de seguir vivo tras el hundimiento de su nave, se retira y enmudece. No sin antes rendir cuentas.
Los viejos camaradas no murieron todos de la misma forma, ni en los mismos lugares, ni en las mismas fechas, ni en las mismas geografías. Muchos pisaron suelos de cristal y se estrellaron sin saber que habían sido traicionados. Véase el guerrillero Víctor García Estanillo. Otros viejos camaradas reventaron sabiendo a quién obedecían. Otros se salvaron por la escritura; incluso algunos, al final de su vida, perdieron la memoria, ellos, que jamás se permitieron olvidar quiénes fueron en sus múltiples vidas. Y esos clandestinos murieron sin dejar rastro, palabra ni consigna, y sus últimas voluntades quedaron bajo la estricta conveniencia del interés político.
Pero ninguno de ellos luchó por unos honores póstumos. Esa es la pura verdad.
Permanezco de pie en la librería del Corte Inglés de Sol. Leo las frases que son un canto a la bondad y al sacrificio. Odas al heroísmo. Odas a la fuerza de las ideas. Odas a la dignidad. Odas a los obedientes. Odas a los disidentes. Odas a la ficción. Odas a los sacrificados. A la hermosa condescendencia. A la Historia que redime. Odas a la Historia que da o quita la razón, como si la Historia fuese un cangrejo mareado. O el pulpo Paul.
Leo una sucesión de hagiografías que tienen sin embargo un efecto perverso, pues borran lo carnal del individuo, la duda, la zozobra, la devastación interior, la tensión física del que se supo atrapado entre sus propias redes.
Los viejos camaradas son aquellos a quienes ya nadie nombra, porque se hicieron transparentes y anduvieron en trasiegos fatigosos de un lado a otro, viajando con maletas de doble fondo, temiendo que la fatalidad previsible se les echase encima. Fueron los portadores de una única filantropía abnegada y severa. Fueron los eslabones de una larga cadena anónima.
Ya no hay nombres para ellos porque los usaron todos.
Quien conoce el sufrimiento propio, acepta y ampara también el dolor ajeno. Y lo hace no sólo por compasión, sino por honestidad y conocimiento.
Sólo intento decir que hay un hilo de dolor que traspasa esos dos mundos creados frente a frente en el 36. Sólo hablo de un tiempo lejano en el que odio y fraternidad convergieron en una locura letal.
Los viejos camaradas son hoy cenizas, y el autor que no nombro los recuerda con orgullo, como lo haría un viejo emperador sosteniendo sobre sus espaldas toda la gran casa de los muertos.
Al final, el autor queda en pie. Invencible frente a un ejército internacional convertido en sombras. Ni la expresión de una duda, de un tal vez. Ni una zozobra. Ni una palabra que desvele el error personal, el horror de una responsabilidad, la culpa, la piedad, el crimen, el arrepentimiento.
Posee algo excepcional este superviviente, posee el triste legado de un mundo en el que el cadáver fue más fuerte que el hombre. La frase es de André Malraux, claro.
La historia no pone nunca a nadie en su sitio. Borremos ese tópico benévolo. Además, cabría preguntarse: ¿en qué sitio? La historia no es un ente que redime. La historia es cronología, datos, actas y fechas. Nos guste o no.
El autor de Los viejos camaradas ha elegido vivir en la opulencia de los honores, arropado por una ficción moralmente reconfortante, adobado por las mieles del poder. Los viejos camaradas, todos los que se jugaron el tipo, nunca pensaron llegar hasta las Cortes monárquicas, seamos justos. Creyeron en el espejismo de la revolución comunista. Lucharon con la lógica de su tiempo. Que no fue fácil. No les tratemos como muñecos.
Que nadie se lucre con todos los muertos de la guerra civil. Pero sé que esto es pedir demasiado.
Cierro el libro de una historia triste y mal contada y lo coloco de nuevo en la estantería de la librería del Corte Inglés de Sol.