Con tan solo 47 años, el 44º presidente de los Estados Unidos ya ha publicado dos autobiografías, lo que indica cierta arrogancia, que se multiplica en sus discursos y escritos, en los que deja ver que se considera un nuevo mesías capaz de reconciliar el país y "restaurar el sueño americano". Es al final de una vida plena de experiencias que los grandes hombres saldan sus deudas con la historia, y no al principio, cuando sólo podrían narrar viajes iniciáticos y sus primeros devaneos con el poder. El que fuera su adversario en la carrera hacia la Casa Blanca, John McCain, también ha publicado dos autobiografías, pero con más años y experiencias –entre las que destaca su cautiverio en Vietnam– a sus espaldas. Pero mientras que ninguno de los libros del senador republicano ha sido traducido al español, los de Obama no tardaron en poblar nuestras librerías. Si ahora sufrimos el bombardeo de imágenes de los fastos del encumbramiento del demócrata, es difícil calcular el momento en que los medios de comunicación, en EEUU y en el resto del mundo, le ungieron como presidente sin necesidad de esperar al resultado de las elecciones.
La audacia de la esperanza es el título que eligió Obama para esta obra autobiográfica, en la que desgrana algunas de sus ideas políticas, mezcladas con las vivencias que le llevaron a hacerse con un asiento en el Senado de EEUU. La referida frase la tomó, confiesa en el epílogo, de un sermón del reverendo Jeremiah A. Writh Jr., su otrora pastor, del que se vio obligado a distanciarse cuando sus palabras llenas de odio hacia los Estados Unidos y su racismo contra los blancos saltaron a los medios de comunicación. En éste y otros asuntos, Barack H. Obama no ha tenido problema en asemejarse al resto de políticos y recalcular sus posiciones en función de las encuestas: todo sea por ganar votos.
Encontramos aquí otra constante de Obama, su ambición ilimitada. A lo largo de las casi 400 páginas de La audacia de la esperanza encontramos referencias a su admiración por el poder y signos de frustración cuándo éste se aleja de las yemas de sus dedos. Resulta paradigmática y sorprendente su sinceridad a la hora de confesar, sin reparo alguno, que asiste a reuniones sindicales y actos religiosos con la única intención de lograr más apoyos a su persona.
El buenismo impregna cada capítulo de este libro, en el que habla de cuestiones como la fe, la política internacional, la moral o la inmigración. Ahora bien, es complicado asegurar si está a favor o en contra de las leyes que pasen por su despacho, debido, precisamente, a su buenismo y a un relativismo que no nos resultará extraño en esta ribera del Atlántico, y que le llevar equiparaciones extraordinarias: así, considera que el terrorismo y las pandemias son una "amenaza transnacional" (p. 12).
La presidencia de Obama puede meterse en un terreno pantanoso si practica el buenismo y el relativismo en materia de política exterior y defensa; si, por ejemplo, toma como modelo a Jimmy Carter, que tocó fondo al dejar caer al Sha sin haber considerado que la revolución islámica iraní traería consecuencias nefastas para Oriente Próximo y para el mundo entero. Pero quizá no debamos rasgarnos las vestiduras aún, pues poco podemos adelantar sobre sus propósitos con vaguedades como ésta:
Necesitamos un marco revisado para nuestra política exterior que rivalice en ambición y amplitud de miras con las políticas post Segunda Guerra Mundial de Truman, un marco que recoja los desafíos y aproveche las oportunidades de un nuevo milenio, un marco que guíe el uso de la fuerza y exprese nuestros ideales y compromisos más profundos.
Con todo, su visión del mundo sigue siendo la de un americano... y espantará a más de un progresista de la vieja Europa por su férrea defensa de valores como la familia, la religiosidad, el patriotismo, el trabajo y el esfuerzo individual. No es de extrañar que en más de una ocasión defienda el gobierno limitado y el capitalismo, aunque les pone ciertos reparos que, en estos tiempos de crisis económica, podrían desembocar en medidas intervencionistas que no harían más que agravarla.
Para Obama, el problema no es tanto el gasto, que en ningún caso debe ser exagerado ni cebarse con el sufrido contribuyente, sino cómo debe invertirse el presupuesto federal. De esta forma, invierte la célebre máxima de Reagan: "el gobierno no es la solución, sino el problema", y se ofrece como salvador para enmendar los errores que otros han cometido, pero no especifica por qué deberíamos depositar nuestras esperanzas en él y no en otros.
Otra de las razones para desconfiar del nuevo presidente la encontramos en sus referentes políticos. Mientras que no faltan en estas páginas críticas a George W. Bush y a Ronald Reagan, son abundantes los elogios a Jimmy Carter, a Franklin Delano Roosvelt y a Clinton, cuyas políticas describe como "claramente progresistas, aunque con objetivos modestos". Es aquí donde su espíritu moderado, del que tanto hace gala en sus discursos y también en este libro, queda eclipsado por su yo progresista: en este punto, conviene no olvidar que Obama ha sido el miembro más progre del Senado.
Cuando el lector ávido de respuestas pase la última página de La audacia de la esperanza concluirá que pocas de sus dudas han quedado resueltas, mientras que los adictos a la obamamanía verán colmadas sus expectativas. Sólo el tiempo aclarará si el 44º presidente de EEUU será capaz de restaurar el sueño americano.