Eran otros tiempos, hace ahora 150 años, cuando el mundo por conocer era aún mayor que el conocido y al reto de descubrir se añadía la necesidad de entender lo que se descubría.
Charles Darwin, su viaje en la nave Beagle, su incansable capacidad para recopilar datos extraídos de la naturaleza y su sagacidad para entender las leyes asombrosas que esos datos sugerían van a ser motivo de ríos de tinta durante el año que viene. En 2009 conmemoramos el segundo centenario de su nacimiento, y los 150 años que han pasado desde que publicara una de las obras más influyentes en la historia del pensamiento humano: El origen de las especies.
Puede que pocos lectores habituales de prensa, de esa prensa que a buen seguro se llenará de especiales conmemorativos, conozcan realmente en qué consiste la teoría de la evolución nacida de aquel viaje. Puede que no muchos acierten a situar a Darwin en el cladograma de la evolución de las ideas modernas. Probablemente, a la mayoría les será familiar la imagen de abuelo barbudo y cano con la que a menudo se le representa. Lo que es seguro es que muy pero que muy pocos habrán podido acercarse a la mayor parte de su obra. Y es que, entre las muchas deudas que nuestra cultura mantiene con Darwin, una de las más sangrantes es la escasez de traducciones de sus más de 17 títulos publicados en inglés. De ellos, sólo 5 pueden encontrarse con cierta facilidad en nuestra lengua. Ahora son 6.
Plantas carnívoras, lejos de ser una rareza, es una pieza tremendamente útil para comprender el genio del naturalista inglés. Es cierto que no ofrece gran cosa a la fundamentación teórica del evolucionismo; es, más bien, un pertinaz trabajo de observación y constatación empírica sobre un fenómeno tan concreto y fascinante como la existencia de especies vegetales que capturan, ingieren y digieren otros animales.
Darwin, que apenas menciona un par de veces el concepto de selección natural en este libro, se siente tremendamente atraído por las plantas carnívoras, a las que intuye una extraordinaria fuente de información sobre la capacidad de adaptación de las especies, sobre la habilidad de la naturaleza para generar formas específicas de vida, con aptitudes propias de los animales y las plantas, bajo la premisa suprema de la supervivencia.
El propio Darwin se mostró cauto ante algunos de sus hallazgos. Repasó durante lustros sus propias anotaciones, buscando, entre incrédulo y extasiado, algún error. Sabía que la comprensión de las razones por las que estas plantas desarrollan tan extraño comportamiento sería una pieza fundamental en la elaboración de sus provocadoras tesis sobre la selección natural, la evolución de las especies y el origen común de todos los seres vivos. "De momento –llegó a escribir al geólogo Charles Lyllel– me preocupa más este asunto que el origen de todas las especies del mundo".
Su preocupación no era vana. Darwin estaba siendo capaz de demostrar en laboratorio que existen especies de plantas que responden a la presencia de seres vivos con un alto contenido de compuestos nitrogenados secretando "un líquido análogo a los líquidos digestivos de un animal". Aquello era un descubrimiento notable destinado a chocar con la incredulidad de sus colegas: ¿los animales y las plantas compartían rasgos antes impensables? ¿Compensaban algunas plantas su carencia de nitrógeno comiendo animales ricos en él? ¿Qué poderosa fuerza invisible ha guiado al mundo natural hasta edificar semejante estrategia de supervivencia?
En el complejo puzzle de ideas provocadoras que es la teoría de le evolución, cada una de las piezas tiene que encajar con exactitud en el conjunto. Cada pequeño hallazgo, cada constatación empírica tiene su importancia. Plantas carnívoras es una de ellas. Quizás no la más sonada, quizás la más exótica, pero una que sin duda ocupó un buen puñado de años en la paciente y comprometida vida intelectual del que puede ser el científico más influyente de la historia. Por eso es incomprensible que hasta hoy no hubiera sido traducida, y por eso es tan de agradecer el trabajo de los profesores Joandomènec Ros y Martí Domínguez, de la mano de la editorial Laetoli.