Marx levantó una obra apocalíptica, inspirada en la literatura profética judía, donde el proletariado sustituía al Mesías. Ese romántico alemán, que no disimuló nunca su falta de interés por la realidad y la manipulación a la que sometía los datos, inspiró a monstruos como Lenin, Stalin y Mao, por no hablar de otros más caseros pero más duraderos en la mitología actual, como Castro y el Che Guevara.
El mismo Marx, burgués empeñado en vivir sin trabajar, llevó, como era lógico, dada esa ambición, la vida sórdida de un bohemio. Dijo que no había encontrado nunca un proletario que aceptara trabajar sin cobrar. Lo tenía en casa, y era la criada, Helen Demuth, llamada Lenchen, que nunca cobró un céntimo y le dio un hijo que él nunca quiso reconocer.
Así todos estos intelectuales, hasta doce, entre ellos Lillian Hellman, Ibsen, Tolstoi, Hemingway, Brecht, Russell y Sartre. Cada uno, aparte de merecer un sabroso y deleitable capítulo, va acompañado de un epígrafe o subtítulo. El de Ibsen es "¡Al contrario!", y el de Sartre, memorable: "Una bolita de pelo y tinta".
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En 1918 el escritor inglés Lytton Strachey escribió Victorianos eminentes, una serie corta de reseñas biográficas destinada a desmitificar el puritanismo de los biografiados. El libro, tan corrosivo como el título anunciaba, dejó una impronta de la que la época victoriana no se ha recuperado nunca, a pesar de ser infinitamente más interesante en sus ambiciones y métodos que todas las subversiones posteriores.
Muchos años después llegó la respuesta con el gran historiador Paul Johnson, que tomó por objetivo a otra clase de personas, los intelectuales, que él define como esos individuos que están más interesados en las ideas que en las personas. Proyectan, en consecuencia, grandes construcciones ideológicas que someten a los humanos a exigencias imposibles –utopías, propiamente dichas– y que ejercen una atracción tanto más poderosa cuanto que nada tienen ver con la realidad.
¿Cómo desenmascarar esta ilusión criminal? Se puede, como han hecho otros muchos historiadores y pensadores, describir y analizar los efectos de esas ideologías. O se puede contrastar lo preconizado por esos intelectuales con su vida pública y privada, que es lo que hace Johnson en una línea antiintelectual muy anglosajona y en el fondo conservadora.
Como Johnson tiene ese talento indispensable para ser un gran historiador que es el don para el retrato y la biografía, Intelectuales constituye uno de sus libros más entretenidos, de hecho uno de los libros de historia más divertidos del siglo XX, lleno de cotilleos y movido por la misma falta de respeto que Suetonio, en la Roma imperial, demostró hacia los doce césares que tan bien supo retratar.
Homo Legens, que es la casa responsable de esta edición, ha realizado una vez más un trabajo memorable. La traducción es nueva, el formato de la edición elegante, casi lujoso, y además incorpora un epílogo nuevo, "La huida de la razón". Johnson se divierte aquí evocando la vida de otros personajes, como Orwell, Mailer o Fassbinder. Se nota –y se entiende– que los intelectuales le han dejado de interesar y que ahora le atraen más los artistas. No es de extrañar que acabara escribiendo otro volumen fascinante, aunque no tan consistente como éste: Creadores.
PAUL JOHNSON: INTELECTUALES. Homo Legens (Madrid), 2008, 622 páginas.
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