Una de las cuestiones estrella hasta la fecha ha sido la ayuda al Tercer Mundo. Sus efectos han sido notorios, puesto que no han mejorado el nivel de vida de los más pobres pero sí el de sus dirigentes. En la Lista Forbes podemos hallar nombres como los de Arafat o Castro, verdaderos gurús de la progresía mundial.
La condonación de la deuda es la otra cara de la moneda. Como la ayuda ha sido insuficiente, vienen a argüir, hay que insuflar más fondos a los más necesitados. Tanto es así que ya a nadie choca que Zapatero condone la deuda a Evo Morales, a pesar de que esté regalando nuestro dinero.
"Los antiglobalización se han manifestado muchas veces a favor de la cancelación de la deuda externa de los países pobres. Pero ni siquiera una vez por la restitución de los préstamos ilegalmente exportados al extranjero por los gobernantes del Tercer Mundo –escribe Casadei–. Un informe de la Comisión de Naciones Unidas para África ha establecido que entre 1970 y 1996 fueron exportados ilegalmente del África negra 297.700 millones de dólares, es decir, una cifra próxima a todo el PIB del África negra en 2001, 307.000 millones de dólares. Si de esta cifra sustraemos la de la deuda externa actual de los países africanos, (…) no serían deudores".
El error de partida de esta teoría no sólo reside en las cifras que hemos citado, sino en la filosofía subyacente, que divide el mundo en explotadores y oprimidos, ricos y pobres, imperialistas y colonias... Por eso, la izquierda sigue sosteniendo que la solución a la miseria pasa por un nuevo mundo, en el que la relación se invierta. Para ello, no queda más remedio que destruir el capitalismo.
Claro está, las cosas no son tan sencillas. La verdad es más bien otra, porque la pobreza de los países en vías de desarrollo depende de multitud de factores. Casadei, como buen conocedor del drama del Tercer Mundo y, en especial, de África, demuestra cómo una cultura "animista" y colectivista como la de dicho continente, que no defiende la dignidad del ser humano y la libertad, frena el progreso humano. Si, además de padecer unos valores tan negativos, los africanos tienen que soportar sistemas totalitarios, es evidente que nunca disfrutarán del bienestar económico que merecen, salvo que se acabe con tanta injusticia.
Como apunta el autor, el primer paso hacia el progreso debe ser limitar la ayuda al Tercer Mundo. De hecho, este mismo análisis lo aplica al caso contrario, a los inmigrantes que recibe Europa y Estados Unidos. Cuando se les ha colmado de ayuda estatal, los resultados han sido nefastos. Cada vez hay más ejemplos, como el del joven que acuchilla a un taxista porque asegura que le ha mirado mal o los tumultos que han arrojado París al fuego.
Asimismo, conviene frenar la influencia negativa del ecologismo, especialmente en lo que a la producción de transgénicos se refiere. Sus campañas contra estos alimentos han conseguido aterrorizar a la gente, a pesar de que sólo se pueden valorar positivamente productos que incorporan las cantidades diarias de vitaminas que precisa el metabolismo humano. Otro tanto cabe decir sobre las semillas transgénicas, ya que evitan el uso de pesticidas para acabar con cualquier plaga. A pesar de estas ventajas, la izquierda en masa se opone a su difusión.
Cuando llega a este punto de fanatismo, uno se percata de que lo que ofrece el progresismo no es más que el cuento chino del vendedor de crecepelo: puro humo. Los pobres son la excusa que se han inventado para hacer avanzar su programa.
El problema es que otros pagan la factura. De hecho, ya la están pagando desde hace demasiado tiempo. Probablemente seguiremos así, incluso peor, gracias a otra de las nuevas criaturas del ecologismo: el Protocolo de Kioto, un despilfarro de más de 346.000 millones de dólares cuyo resultado será retrasar seis años un ligero incremento de temperaturas.
Kioto se le puede atragantar a Occidente, pero los efectos se harán sentir en el Tercer Mundo. Cuando el paro se incremente y el PIB caiga en picado en los países capitalistas, se resentirán las inversiones en los países en vías de desarrollo. Los consumidores tendrán que frenar su consumo, y serán, sin duda, los pobres quienes padecerán las consecuencias. Además, citando a Lomborg, cabe recordar que el dinero que se evapora por este tratado internacional, y no precisamente por el incremento de temperaturas, podría llevar el agua corriente a medio mundo.
La conclusión que arroja el libro es que no podemos seguir así. Hay que frenar a los amigos de los pobres para que no los multipliquen en nombre de la irresponsabilidad. Al fin y al cabo, son personas que no quieren compasión sino oportunidades. Negárselas en nombre del "bien común" y la "justicia social" es tratarles como animales de pasto.
Por eso, más que nunca, hay que repetir hasta el hartazgo que el movimiento antiglobalización, de cuyas ideas beben pensadores de la izquierda tan importantes como el director de Le Monde Diplomatique, Ramonet, el jefe de opinión de El País, Estefanía, o el presidente del Gobierno de España, es perjudicial para la vida de millones de individuos.