No sabría enjuiciar con certeza si esta edición recoge, en verdad, todo lo escrito por Ortega en ese período. Sospecho que no, pero esto no es una crítica a la edición sino una muestra del estado de la investigación en España. Por lo tanto, pasaré de criticar la edición por no responder a los criterios académicos de una edición crítica. Tampoco juzgaré si es o no acertado comenzar en el año 1932, dejando aparte los textos fundamentales, al menos desde el punto de vista político, del año 31, que fueron decisivos para estimular, primero, la llegada de la II República y, a los pocos meses, para criticarla por antiliberal y antidemocrática.
Cierto que esta edición utiliza, entre otros criterios, la cronología de la fecha de publicación original. Sin embargo, el orden cronológico es transgredido varias veces en este Tomo V; por ejemplo, hay artículos publicados por Ortega en abril de 1932 que aparecen antes que otros publicados en enero del mismo año. En todo caso, este tipo de objeciones son menores y nunca oscurecen los aciertos de esta nueva edición, que está acompañada por unas notas a la edición, una noticia bibliográfica, un apéndice, un índice onomástico y otro toponímico.
Este volumen, que recoge todo el tomo 11º de la anterior edición de las Obras Completas de Ortega, está lleno de artículos políticos y obras imprescindibles, pero aparece un texto que puede servirnos para acercarnos a Ortega, para conocerlo un poco más de cerca. Bajo la apariencia de un homenaje, hallamos unos de los autorretratos más estremecedores que conozco de aquél.
El 23 de marzo de 1932 rindió Ortega, filósofo, ensayista y profesor, un homenaje al primer centenario de la muerte de Goethe, pero esto es sólo un pretexto que utiliza para ofrecernos, en realidad, una confesión implacable y descarnada sobre el personaje Ortega y Gasset. Sólo por eso ya merece la pena tener en casa este Tomo V.
Los responsables de la edición que nos ocupa consideran decisivo el año 32; primero, porque el filósofo abandona la política, sin duda alguna asqueado por el ambiente totalitario que los jerarcas de la República imponen a la vida pública española. Ese año disuelve la Agrupación al Servicio de la República, para iniciar, siguiendo las palabras de Platón, su "segunda navegación" filosófica. Por lo tanto, que aparezca en esta edición el prólogo que, en el mismo 1932, escribió para la edición de sus obras publicada por Espasa Calpe es todo un acierto.
Atendamos ahora a los textos políticos orteguianos del año 32, casi todos ellos publicados en el diario de nueva creación La Luz. Si los leemos en el orden publicado, o sea cronológicamente, veremos con nitidez la crítica de Ortega a la República: su sectarismo. En efecto, fue el engaño, la mentira y el sectarismo de los primeros pasos de la República lo que hizo desistir a quienes la habían traído, incluso a quienes habían colaborado con ella pese a venir de otras tradiciones políticas. Leyendo esos artículos de Ortega uno entiende que, en 1936, el filósofo se exiliara del Madrid republicano. Porque Ortega, nadie lo olvide, no se exilió de Burgos o Sevilla, o sea, de la zona nacional, sino de Madrid, que era el centro de la República. Digo esto porque aún hay gente que aún no entiende por qué Ortega, el republicano, regresó a España en 1945, con el régimen de Franco.
De todos modos, si algún resentido me pregunta por qué Ortega vuelve con Franco, diré sin titubeos que Ortega no vuelve con Franco, nunca había estado con él, sino que regresa a España, a su patria. Otra cosa hubiera sido un suicidio intelectual y, seguramente, personal.
Coherente con su filosofía de la circunstancia, de salvar la circunstancia para salvarse él, Ortega tenía que regresar a España para hacerse cargo de su destino. Retornó por fidelidad a la idea de inseparabilidad de pensamiento y vida del pensador. Retornó, pues, para defender su pensamiento y mantener erguida su vida. Cumplió en 1945 lo escrito en 1914: "Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo". Procura, concluía Ortega, el bien de aquel lugar donde has nacido.
Por otro lado, los comentarios de esta nueva edición de las obras de Ortega han dejado un rescoldo de malevolencia, casi crítico, en mi corazón. Devuelvo esta menuda brasa envuelta en ceniza a quien ni siquiera ha logrado indignarme. Nunca he esperado mucho de los relamidos administradores del legado de Ortega, siempre tan preocupados por ocultar lo evidente de una grandiosa obra como por destacar lo más superficial y mundano de una biografía compleja; pero en esta ocasión han batido el récord de estulticia. Casi todos los comentarios aparecidos en los suplementos culturales a propósito de la publicación de estos cinco tomos de esta nueva edición de sus obras son de aurora boreal, o peor, cenizas, escombros, para ocultar un grandioso pensamiento y una vida volcada al servicio de la nación española.
Motivaciones personales, malos argumentos pedagógicos, falsos razonamientos academicistas y, en fin, justificaciones sin alma predominaban a la hora de "explicarnos" por qué Ortega es actual, por qué el pensamiento de Ortega es hoy un apoyo imprescindible, un puntal de madera noble, para que no se derrumbe el grandioso edificio que construyeron con sangre, sudor y lágrimas nuestros antepasados: la nación española. Estos lectores a palos de la obra de Ortega no quieren saber nada de la circunstancia actual de España. No se atreven a mirar la cara enfurecida y odiosa de quienes afirman su pobre identidad animal odiando a su progenitora: España.
En otras palabras, en manos de liberales de cartón piedra Ortega queda reducido a una pista de patinaje artístico. Por eso, mientras España siga desgobernada por secesionistas y socialistas, estamos obligados a resaltar la principal verdad de aquél: hay que hallar la razón de la "sinrazón" de la historia de España.
Ahora, cuando España está pasando por una de sus peores etapas de sinrazón, de asalto a la razón de la nación española, es cuando Ortega puede sernos más valioso.
Cuando España está necesitada de voces que afirmen con sencillez que, en efecto, España es un nación, la voz de Ortega sobresale por encima de los ruidos miserables de los socios de Zapatero. Y junto al filósofo de la razón vital hay que recordar cientos de nombres que se revuelven en sus sepulcros gritando "Viva España": Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal, Unamuno, Sánchez Albornoz y Américo Castro, José Pla y Eugenio d'Ors, Dieste y Zambrano, Laín y Ridruejo... y tantos otros se remueven en la noche de los muertos, en la noche de los santos, para gritar con Ortega: España es la única nación; lo otro, los otros territorios, son sus diversos componentes.
He ahí la sencilla plegaria de Ortega para que los intelectuales españoles se sigan llamando así, "intelectuales españoles", que con tanto afán se empecinan en ocultar estos comentaristas de salón. España es la única nación. He ahí la principal aportación de Ortega a la patria española y, por supuesto, la primera obsesión que tienen sus administradores; por negarla, por disfrazarla, en fin, por ocultarla. Por eso, sólo por eso, algunos consideramos que leer a Ortega es retirar los escombros que sus administradores echan sobre su tumba.