Llovía copiosamente aquella mañana. Sí, alguien había abierto un grifo allá arriba. Así que me senté en un sillón verde a esperar mi turno mientras Fanny entraba y salía de la cocina y el gato dormitaba en el sofá. En la pared de la derecha había un cuadro de su hermana Norah; frente a él, el dibujo de una pirámide. El resto lo ocupaban prolijas bibliotecas con libros en inglés. Sobre una mesita había varios libros de Borges; también en inglés. Sobre la mesa grande, grabadores, cintas, una filmadora y varios micrófonos. Un trípode apoyado contra una silla. Aquel era el bagaje de la BBC para su entrevista al maestro de las letras argentinas.
Borges murmuró unas palabras: “Oh, mi amigo oriental”, dijo. Y un instante después lo vi. La sonrisa la iluminaba el rostro. Vestía un pantalón azul, una camisa celeste, corbata azul; no llevaba el traje puesto. Alzó los brazos en señal de saludo, y me adelanté hacia él. Nos sentamos en el sofá mientras la entrevistadora inglesa, en un rincón, miraba un libro, y un camarógrafo se ubicaba frente a nosotros.
Borges me dijo que la mujer le había leído unos poemas inéditos de Macedonio Fernández y que se había emocionado. Tras dudar un instante (“no quisiera serle infiel a Macedonio”) puso a funcionar su prodigiosa memoria y recitó: “Ojos más negros que la pena”. Este es un verso flojo, no se sabe qué puede sacarse de él… La segunda estrofa es muy hábil, muy ingeniosa: “P’al que no pudo verlos”. ¿No está mal, verdad?”.
Hablamos de los cuentos ¿Cuántas veces dictaba un cuento?, quise saber. “No muchas. Porque cuando lo dicto por primera vez, en realidad es el cuarto borrador que he hecho en la cabeza, en la imaginación. Hablando de los compadritos, mientras observaba que los periodistas ingleses ya estaban listos, recuerdo que me dijo: “Un triste ideal, ¿no? Había gente que los imitaba, como también imitaban a Al Capone después del cine. Tenían ese miserable orgullo de parecerse a un criminal”.
La periodista nos interrumpió, y le dijo a Borges que leería el poema “Heráclito”, continuando así el reportaje. Me sentí el hombre invisible de Wells. Borges le dijo a la periodista que le parecía que “Heráclito” estaba bien, pero él quería que leyera yo el poema. Me defendí como pude, diciéndole que no sabía leer poemas, y, menos ante la BBC. Pero, sonriendo, insistía. La cuestión fue zanjada por la entrevistadora, una mujer joven y delgada, rubia y de carácter, quien me ordenó: “Cuando esa luz roja se encienda usted lee; luego se levanta y me deja su lugar”. (Así lo hicimos; y así aparecí en la BBC).
Prosigueron su tarea hasta cerca del mediodía. Yo me quedé tomando notas de lo que hacían, y recuerdo que luego, ya en Montevideo, escribí un artículo con aquellos sucesos. Recuerdo, asimismo, que había comprado en la librería “La Ciudad”, donde Borges iba todas las mañanas, un ejemplar de “Prólogo de prólogos con un prólogo”. Se lo mostré; lo sopesó, pero no supo qué libro era. Se lo dije. Me contestó: “Quizá sea bueno, porque jamás pensé que terminaría siendo un libro”.
Y, al despedirme, me preguntó qué día regresaba a Montevideo. Se lo dije: al día siguiente. Y con una sonrisa, me dijo: “Saludos a la calle Buenos Aires”. Y alzó la mano.