Esta empresa tuvo una gran influencia en su pensamiento posterior; en ella palpó el hundimiento de los valores tradicionales griegos y se encontró con los llamados por los griegos "gimnosofistas", palabra con la que probablemente se refirieran, bien a sadhus, bien a yoguis.
Pirrón, a partir del giro que dio entonces su vida, empezó a considerar que las cosas son meras apariencias y que, por consiguiente, el hombre no puede llegar a conocer la verdad. Por lo cual, lo mejor que puede hacer es suspender el juicio sobre ellas, sobre la verdad y la falsedad, sobre el bien y el mal, para así poder alcanzar, lejos del vaivén de lo aparente, la ataraxia. Este escepticismo pirroniano, al parecer de algunos estudiosos, es de un signo que podríamos considerar antitético al de nuestros días. Para Pirrón, las cosas serían aparentes por falta de ser, en comparación con lo divino y el bien absoluto. De hecho, Cicerón le consideraba un moralista. En cambio, el escepticismo posmoderno vendría acuñado más bien por el agnosticismo respecto a Dios. El no poder conocer la luz que da relieve a todas las cosas sería lo que nos hubiera llevado, en la posmodernidad, al escepticismo y, de su mano, al relativismo.
Recientemente, en su significativo viaje a Inglaterra, Benedicto XVI beatificó al cardenal John Henry Newman (1801-1890), uno de los más importantes intelectuales británicos del s. XIX. Con este motivo, Ediciones Encuentro ha publicado algunas de sus obras. Entre ellas, me parece que hay que destacar, por la centralidad que tiene en su pensamiento y por la honda significación que puede tener para nuestros días, Ensayo para contribuir a una gramática del asentimiento. Se trata de una edición revisada de la traducción de Josep Vives, aparecida en los años 60.
En esta obra, la preocupación fundamental de Newman es mostrar cómo la fe, no en cuanto contenido, sino como acto de creer, no es contradictoria con la razón, tampoco algo yuxtapuesto y añadido como un piso sobre otro, sino que el verdadero conocimiento humano está abierto a creer y la fe está en trenza con la razón. Para ello tendrá que afirmar primero la posibilidad humana de conocer la verdad, de tener certeza y asentir; curiosamente, más que una obra en defensa de la fe, lo es de la razón. Para lo cual mantiene a lo largo de las páginas un interesante pulso con los grandes empiristas británicos, especialmente con John Locke –precisamente fue éste quien, en su A Letter Concerning Toleration, al poner las bases de la hoy tan traída y llevada tolerancia excluía muy sutilmente de la misma a los católicos–. En contraste, este libro del cardenal británico, escrito pocos años después de la muerte de su contemporáneo A. Comte (1798-1857), padre del positivismo, es de una sensatez, frescura y confianza en el ser humano sumamente esperanzadoras:
La certeza es un estado natural y normal de nuestra mente, y no, como a veces se nos objeta, una de sus enfermedades o extravagancias.
Uno de los lastres que arrastramos desde el comienzo de la modernidad es una idea reduccionista de la razón humana, en la que ha influido notablemente el asombro ante la certeza matemática y los logros del saber científico. Conocimiento verdadero y cierto sería aquél que fuera similar al que se puede alcanzar con este tipo de ciencias. Pero la realidad, todo cuanto es objeto de conocimiento para el hombre, es de una riqueza que desborda con mucho los objetos matemáticos o aquello que se pueda medir con ellos. Lo real y concreto es de mucha más enjundia que lo abstracto e ideal. Y Dios no es precisamente esto último. Si dejamos lo real y concreto fuera de nuestro saber, todo lo que no sea asible científicamente quedará condenado, lejos de la certeza y la verdad, a la mera opinión personal, y todos braceando, buscando un bote salvavidas, en la marejada de las miríadas de opiniones personales.
¿Es a todas las realidades aplicable, para su conocimiento, el uso que de la razón se hace en las matemáticas o en las ciencias empíricas? ¿Podrá dar el hombre su asentimiento a lo conocido por otras vías? ¿Puede haber certeza más allá de lo que se puede formular en una ecuación, de lo que se puede probar experimentalmente? ¿Es necesario negar la capacidad del hombre de conocer la verdad para poder garantizar el respeto a la libertad ajena? Yo, desde luego, tengo certeza de que mis padres me quieren y, sin embargo, no lo puedo demostrar con la precisión de la ciencia, aunque pueda tener sobre ello una certeza más honda y abarcante de todo cuanto soy; puedo conocerlo con otro tipo de precisión. Y puedo mostrar, dar testimonio de ello; puedo no encadenar argumentos sobre ello, mas sí verter multitud de razones convergentes como radios apuntando a un común centro. ¿Será irracional que alguien asienta a mi afirmación, que tenga certeza de mi certeza?
No parece que lo más sensato sea mirar con un microscopio las estrellas. Si reducimos nuestra certeza a un solo modo de ella, es fácil que lleguemos a pensar que el hombre no puede conocer la verdad, que todo es relativo, que nos veamos prisioneros del escepticismo ahogados por la dictadura del opinionismo. Y ahí nos tienen, en la tiranía de hacernos creer que no podemos afirmar con certeza nada, salvo que todo es relativo. Y claro, quienes dictan el camino, los árbitros de la tolerancia, como a alguien se le ocurra afirmar con claridad algo lo condenarán a las penas sociales correspondientes al delito de dogmatismo.
No es casual que el lema cardenalicio de Newman fuera cor ad cor loquitur: el corazón habla al corazón.
JOHN HENRY NEWMAN: ENSAYO PARA CONTRIBUIR A UNA GRAMÁTICA DEL ASENTIMIENTO. Encuentro (Madrid), 2010, 424 páginas.