El mismo Marx escribía a Engels el 2 de agosto de 1854: "Es una historia [la de España] bastante confusa. Es verdaderamente difícil dar con las causas de los desarrollos (…). Todo el asunto, si lo resumo mucho, podrá hacer seis artículos para la Tribune". Siete días después publicaba su primer artículo sobre España.
El resultado fue que las ideas marxistas no aparecen por ningún lado en esa colección, salvo en un texto final, inédito, que simula ser una conclusión a los estudios del autor sobre la situación española (pp. 144-150). De esta manera, el lector no marxista, sobre todo el que atesora conocimientos de la época, no tiene más remedio que coincidir con los resúmenes de Marx en los artículos que publicó, eso sí, refutando las mismas cosas que los historiadores españoles del XIX criticaron a sus homólogos británicos. Por estas razones, La España revolucionaria despierta la curiosidad de cualquier aficionado a la Historia.
Los textos van precedidos por una introducción de Jorge del Palacio que resalta más la figura de Marx que la de la época objeto de estudio. Quizá esto se deba a que el introductor se siente más cómodo con el personaje que con la Historia, pues tampoco analiza la faceta historiadora del propio Marx. Esta preferencia priva al lector de una verdadera valoración del análisis marxista. En este sentido, se echa de menos un contraste con los hechos –cuestión no pequeña ni desdeñable– y la comparación con historiadores o periodistas coetáneos de Marx. Esto le hubiera evitado exageraciones, como cuando dice que el texto de Marx es "una de las lecturas más interesantes que se han hecho sobre la revolución liberal española (…) de factura altamente original y cuyas tesis resultan relevantes aún en la actualidad" (p. 16).
Un contexto histórico e historiográfico habría ahorrado errores al introductor. Una de esas equivocaciones consiste en presentar como original el que Marx diga que los diputados de Cádiz intentaron combinar tradición y modernidad (pp. 17 y 18), cuando así está escrito y argumentado en el discurso preliminar de la Constitución de 1812… y fue y ha sido objeto de debate desde los tiempos de la comisión de legislación de la Junta Central en 1809.
En realidad, como apunté al principio, Marx cobró como artículos lo que eran resúmenes de sus lecturas en la Bristish Library; de ahí que produjera una crónica política, militar a veces, sin análisis económico, ya que así escribían entonces los historiadores. No se puede encontrar ninguna originalidad, por tanto, en lo que escribió Marx, a no ser que el lector no haya leído nada más. Una de las consecuencias de dicho desequilibrio entre el gusto del introductor y lo que necesita la obra es que, a pesar de que el glosario está bien, la bibliografía sólo hace referencia a Marx, no al objeto de estudio.
No es la primera vez que La España revolucionaria se publica en nuestro país. Las dos primeras ediciones aparecieron en 1929 y 1960, es decir, bajo regímenes dictatoriales –una curiosidad que pasa inadvertida, pero que merece una reflexión–. Luego la publicó la editorial soviética Progreso en 1978 –que es la que toma el introductor como referencia–, y vio de nuevo la luz veinte años después gracias a Trotta y a la Fundación de Investigaciones Marxistas. Es un título, dicho sea de paso, que carece de la calidad de El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852) y de la carga ideológica de Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 (1850) o de La guerra civil en Francia (1871).
La mayor parte de los artículos se centran en la Guerra de la Independencia, y sólo el octavo y el noveno se adentran en el Trienio Liberal (1820-1823). La crítica que sigue Marx es la misma que emprendieron los historiadores británicos. España, escribió con acritud el alemán, jamás adoptó la "moderna moda francesa" de hacer una revolución "en tres días", sino que la prolongó durante años. La Junta Central, con una "composición absurda" (a su entender), no tuvo éxito en la defensa del país porque "fracasó en su misión revolucionaria". ¿Cuál era esa "misión", y quién le había dado el mandato para hacerla? Esto Marx no lo dice, claro, pues la Junta cumplió con los objetivos marcados por quienes la designaron, las Juntas Provinciales: organizar la defensa y reunir las Cortes. Marx alegaba que se fracasó en lo militar porque no había disciplina en el Ejército –como si la superioridad del napoleónico no contara–, pero a continuación, y de forma contradictoria, asegura:
El resultado fue que las ideas marxistas no aparecen por ningún lado en esa colección, salvo en un texto final, inédito, que simula ser una conclusión a los estudios del autor sobre la situación española (pp. 144-150). De esta manera, el lector no marxista, sobre todo el que atesora conocimientos de la época, no tiene más remedio que coincidir con los resúmenes de Marx en los artículos que publicó, eso sí, refutando las mismas cosas que los historiadores españoles del XIX criticaron a sus homólogos británicos. Por estas razones, La España revolucionaria despierta la curiosidad de cualquier aficionado a la Historia.
Los textos van precedidos por una introducción de Jorge del Palacio que resalta más la figura de Marx que la de la época objeto de estudio. Quizá esto se deba a que el introductor se siente más cómodo con el personaje que con la Historia, pues tampoco analiza la faceta historiadora del propio Marx. Esta preferencia priva al lector de una verdadera valoración del análisis marxista. En este sentido, se echa de menos un contraste con los hechos –cuestión no pequeña ni desdeñable– y la comparación con historiadores o periodistas coetáneos de Marx. Esto le hubiera evitado exageraciones, como cuando dice que el texto de Marx es "una de las lecturas más interesantes que se han hecho sobre la revolución liberal española (…) de factura altamente original y cuyas tesis resultan relevantes aún en la actualidad" (p. 16).
Un contexto histórico e historiográfico habría ahorrado errores al introductor. Una de esas equivocaciones consiste en presentar como original el que Marx diga que los diputados de Cádiz intentaron combinar tradición y modernidad (pp. 17 y 18), cuando así está escrito y argumentado en el discurso preliminar de la Constitución de 1812… y fue y ha sido objeto de debate desde los tiempos de la comisión de legislación de la Junta Central en 1809.
En realidad, como apunté al principio, Marx cobró como artículos lo que eran resúmenes de sus lecturas en la Bristish Library; de ahí que produjera una crónica política, militar a veces, sin análisis económico, ya que así escribían entonces los historiadores. No se puede encontrar ninguna originalidad, por tanto, en lo que escribió Marx, a no ser que el lector no haya leído nada más. Una de las consecuencias de dicho desequilibrio entre el gusto del introductor y lo que necesita la obra es que, a pesar de que el glosario está bien, la bibliografía sólo hace referencia a Marx, no al objeto de estudio.
No es la primera vez que La España revolucionaria se publica en nuestro país. Las dos primeras ediciones aparecieron en 1929 y 1960, es decir, bajo regímenes dictatoriales –una curiosidad que pasa inadvertida, pero que merece una reflexión–. Luego la publicó la editorial soviética Progreso en 1978 –que es la que toma el introductor como referencia–, y vio de nuevo la luz veinte años después gracias a Trotta y a la Fundación de Investigaciones Marxistas. Es un título, dicho sea de paso, que carece de la calidad de El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852) y de la carga ideológica de Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 (1850) o de La guerra civil en Francia (1871).
La mayor parte de los artículos se centran en la Guerra de la Independencia, y sólo el octavo y el noveno se adentran en el Trienio Liberal (1820-1823). La crítica que sigue Marx es la misma que emprendieron los historiadores británicos. España, escribió con acritud el alemán, jamás adoptó la "moderna moda francesa" de hacer una revolución "en tres días", sino que la prolongó durante años. La Junta Central, con una "composición absurda" (a su entender), no tuvo éxito en la defensa del país porque "fracasó en su misión revolucionaria". ¿Cuál era esa "misión", y quién le había dado el mandato para hacerla? Esto Marx no lo dice, claro, pues la Junta cumplió con los objetivos marcados por quienes la designaron, las Juntas Provinciales: organizar la defensa y reunir las Cortes. Marx alegaba que se fracasó en lo militar porque no había disciplina en el Ejército –como si la superioridad del napoleónico no contara–, pero a continuación, y de forma contradictoria, asegura:
El ejército regular español, aunque derrotado en todas partes, se presentaba en cualquier sitio. Dispersado más de veinte veces, siempre aparecía dispuesto a hacer de nuevo frente al enemigo y a menudo reaparecía con renovadas fuerzas después de una derrota. De nada valía derrotarle, porque, presto a la huida, sus bajas solían ser pocas, y, en cuanto a la pérdida de terreno, le tenía sin cuidado.
Entonces, ¿de qué "fracaso" e "indisciplina" hablaba? Siguiendo la senda de la contradicción, Marx escribió que el "ardor popular" desapareció por culpa del espíritu "contrarrevolucionario" del Gobierno (p. 77), y después que las Cortes hicieron concesiones a los "prejuicios del pueblo" –el catolicismo y el monarquismo– (p. 97). Entonces, el pueblo ¿era revolucionario o contrarrevolucionario? ¿Había que gobernar contra los "prejuicios" del pueblo y esperar ingenuamente su respaldo? ¿La revolución había que hacerla a pesar de los intereses y creencias populares? ¿Qué representatividad y legitimidad hubieran tenido la Regencia y las Cortes si no hubiesen respondido a los deseos expresados por los españoles? Si no se hubieran recogido esas creencias ¿cómo se habrían combinado la tradición y la modernidad en la Constitución de 1812? Si el espíritu del Gobierno era contrarrevolucionario, ¿por qué el pueblo descontento con los constitucionales dio la victoria a los serviles, enemigos del liberalismo y del texto de Cádiz, en las "elecciones generales de 1813" (p. 106)? Las contradicciones son del mismo calibre cuando se refiere a los liberales o al Ejército.
El fragmento inédito incorporado en esta edición (pp. 144-150) quiere ser un análisis sobre las causas del fracaso constitucional del Trienio Liberal (1820-1823). La primera razón que alegaba Marx era que el "partido revolucionario" no supo vincular los intereses del campesinado con el "movimiento de las ciudades", lugar donde según él radicaba la revolución. Marx juega con categorías absolutas sin comprender que las ciudades son grupos humanos muy variados, donde conviven –lo mismo cabe decir del campesinado– ideas, creencias, principios e intereses muy distintos, que cambian con el tiempo. No hubo un solo "movimiento de las ciudades", ni siquiera un único "partido revolucionario", pues éste estuvo muy dividido, incluso enfrentado, durante el Trienio.
La segunda razón del "fracaso" es que el episodio español tuvo poca violencia y se hizo "con ligereza" si se lo compara con el que tuvo lugar en Francia, donde se "centralizó" el Terror –se refiere a la liquidación social y política que emprendieron los jacobinos–. Como hubo poco "encarnizamiento" y "efusión de sangre", la guerra carlista tuvo una "ferocidad inexorable" (p. 149). En conclusión, los liberales fueron poco revolucionarios porque no levantaron en la Puerta del Sol una guillotina o un garrote vil, donde un Comité de Salud Pública ejecutara gente en función de su condición social o sus ideas políticas (aquí está el fundamento de las checas del Madrid de 1936).
Este es el Marx sobre el que se construyó la ideología que ensombreció el siglo XX, y que verdaderamente sostiene "tesis [que] resultan relevantes aún en la actualidad", como apunta el introductor; pero relevantes sólo para explicar las raíces del totalitarismo contemporáneo.
KARL MARX: LA ESPAÑA REVOLUCIONARIA. Alianza (Madrid), 2009, 192 páginas.
El fragmento inédito incorporado en esta edición (pp. 144-150) quiere ser un análisis sobre las causas del fracaso constitucional del Trienio Liberal (1820-1823). La primera razón que alegaba Marx era que el "partido revolucionario" no supo vincular los intereses del campesinado con el "movimiento de las ciudades", lugar donde según él radicaba la revolución. Marx juega con categorías absolutas sin comprender que las ciudades son grupos humanos muy variados, donde conviven –lo mismo cabe decir del campesinado– ideas, creencias, principios e intereses muy distintos, que cambian con el tiempo. No hubo un solo "movimiento de las ciudades", ni siquiera un único "partido revolucionario", pues éste estuvo muy dividido, incluso enfrentado, durante el Trienio.
La segunda razón del "fracaso" es que el episodio español tuvo poca violencia y se hizo "con ligereza" si se lo compara con el que tuvo lugar en Francia, donde se "centralizó" el Terror –se refiere a la liquidación social y política que emprendieron los jacobinos–. Como hubo poco "encarnizamiento" y "efusión de sangre", la guerra carlista tuvo una "ferocidad inexorable" (p. 149). En conclusión, los liberales fueron poco revolucionarios porque no levantaron en la Puerta del Sol una guillotina o un garrote vil, donde un Comité de Salud Pública ejecutara gente en función de su condición social o sus ideas políticas (aquí está el fundamento de las checas del Madrid de 1936).
Este es el Marx sobre el que se construyó la ideología que ensombreció el siglo XX, y que verdaderamente sostiene "tesis [que] resultan relevantes aún en la actualidad", como apunta el introductor; pero relevantes sólo para explicar las raíces del totalitarismo contemporáneo.
KARL MARX: LA ESPAÑA REVOLUCIONARIA. Alianza (Madrid), 2009, 192 páginas.