Ahora, pasados los años, lo confieso con algo de rubor. Mientras cursaba estudios en el Instituto Lope de Vega tuve dos grandes amores platónicos: mi profesor de literatura y Vargas Llosa. Mi maestro se llamaba Federico, era un tipo joven, barbudo, de izquierdas y encantador de serpientes a la hora de hablar de las obras que le apasionaban. Fue él quien nos inició en la literatura del Boom, y de esa manera me convertí en bígama. Con las lecturas de Los jefes, Los cachorros, La ciudad y los perros y Conversación en La Catedral caí rendida ante el influjo del más sobresaliente autor de un movimiento latinoamericano que hizo volar por los aires los esquemas de la literatura contemporánea. Ya no sólo amaba en secreto a mi profesor. Estaba perdidamente enamorada de los libros de Vargas Llosa. Como suele ocurrir con los lectores de novelas, la fiebre se había apoderado de mí y era difícil discernir la verdad de las mentiras. La realidad de la ficción. El hombre y el escritor. La muchacha y Madame Bovary.
Mario Vargas Llosa ha dicho más de una vez que la literatura es fuego, y desde el principio así ha entendido el proceso de creación y la escritura. Por esos sus primeros libros, y permítanme que en esta ocasión me quede con esas lecturas que tanto me marcaron, son pura hoguera nacida de la imaginación de un jovencísimo escritor cuya vocación se forjó y tomó fuerza a partir de un hecho traumático en su vida: la aparición de su padre, a quien creyó muerto hasta los diez años. Mario, que hasta entonces había sido un niño feliz junto a su madre y sus abuelos, se vio avasallado por un individuo autoritario y desconfiado de la sensibilidad intelectual de su hijo varón. Fueron los tiempos duros en el colegio militar Leoncio Prado, expulsado el chaval del regazo de su mamá protectora. Así comenzaron a arder las llamas de un hombre que se juró ser libre por encima de todo. Enemigo de los servilismos y atropellos. Lector voraz, Mario ya sabía entonces que la literatura es la gran ventana a otras vidas posibles. El resquicio de aire fresco. La posibilidad de escapar cuando creemos no tener salida.
Leí con ardor insomne las historias de Pichula Cuellar y de el Poeta confinado a los barracones del Leoncio Prado. Bajo la adormilada burguesía del barrio de Miraflores hervía la violencia juvenil, que sólo aplacaban una sesión de fulbito o una corrida de olas cerca del malecón. Pero fue la lectura de Conversación en La Catedral, su obra más monumental y prodigiosa, lo que me inoculó para siempre la pasión por los libros. Zavalita y su eterna pregunta, "¿Cuándo se había jodido el Perú?", serían banderas para aguafiestas dispuestos a cuestionarlo todo, sin agacharse frente a los chantajes de quienes pretenden amordazarnos. El ímpetu de mi primera juventud le debe mucho a la incandescencia literaria del primer Vargas Llosa.
Unos cuantos años pasaron desde mi paso por el Lope de Vega hasta que conocí a Mario y a su esposa Patricia en el piso de mis padres en Madrid. Ya no era la jovencita soñadora y enamoradiza, y Vargas Llosa ya era un escritor consagrado. Fue una extraña sensación estar sentada frente a mi héroe literario en el salón de la casa. Hacía mucho que Mario había roto con las creencias marxistas y su compromiso con la libertad de Cuba era total. Se charló de temas de actualidad y muy poco de su obra porque, a diferencia de tantos intelectuales encumbrados, no gusta de hablar de sí mismo. Mario y Patricia seguían conservando el espíritu fresco y atractivo de una pareja cuya historia de amor nos había cautivado a todos en uno de sus más deliciosos libros, La tía Julia y el escribidor. Ya no era el mito inalcanzable y las leyendas que lo rodeaban desde sus tiempos en París abriéndose paso como escritor, sino el hombre cercano, afable y siempre dispuesto, a cualquier hora y en todo momento, a echar una mano a los que apuestan por la democracia en el país de donde mi familia tuvo que huir.
Desde aquel primer encuentro hasta hoy el tiempo ha transcurrido y poco queda de aquella muchacha novelera, enamorada de su profesor y de su escritor favorito. Mario, Patricia y sus hijos son gente cálida y cercana. Buenos amigos de sus amigos. Cuando hoy me despertaron con la buena nueva sentí el nudo en el estómago y en el corazón. Es el fuego que nunca se apaga.