De aquel catecismo antidogmático (¡estatuario oxímoron!) me atrajo sobremanera el hecho de que fuera precisamente una terna de autores latinoamericanos quienes arremetieran sin ambages contra sus conciudadanos. Con todo, a quienes se tildaba de idiotas no era tanto a los latinoamericanos cuanto a los europeos, a las almas gentiles del viejo continente que saciábamos nuestra sed de exotismo amorrados a las venas abiertas de América Latina.
Mario Vargas Llosa, escritor adversativo donde los haya (la progresía suele abrochar los elogios a su obra con una ristra de peros que preceden al esputo "neoliberal"); Vargas Llosa, decía, apadrinó aquel bestseller maldito con un prólogo instructivo, terso, luminoso; los mismos atributos, en fin, que han impregnado su escritura desde que uno de sus trasuntos narrativos formulara la seminal pregunta: "¿En qué momento se jodió el Perú?".
El político y ensayista chileno Mauricio Rojas aborda en Pasión por la libertad la figura de ese otro Vargas Llosa, si es que cabe aplicar dicho adjetivo a quien, en las enciclopedias, debiera ilustrar con su franca sonrisa el concepto de integridad. Me refiero, claro está, al hombre que, para levantar a los socialdemócratas de los asientos, precisa agitar el salvoconducto de novelista decente; al despiadado derechista que, conforme a las caricaturas más recurrentes, aboga por que persista la hambruna africana, por que las ballenas se extingan y, en una postrera e íntima voluntad, por que el coco engulla a todos los niños del planeta.
Frente a ese daguerrotipo, Rojas (que ejerce de torero en el telón de acero o, lo que es lo mismo, de liberal en Suecia, su patria de acogida) nos presenta a un intelectual que defiende la legalización de las drogas, denigra el nacionalismo, propugna la separación de Iglesia y Estado y, por si fuera poco, al pan le llama pan, al vino, vino y a Pinochet, "ladrón" y "asesino". Demasiadas aristas para acoplarse en cualesquiera de las ideologías al uso. Ideologías, digo, y digo bien. Tal como Rojas suscribe certeramente, el activismo de Vargas Llosa no sólo es refractario a la izquierda, sino también a la derecha. No es por capricho que, en España, no haya brindado su apoyo al PP, sino al partido-de-rosa-díez. Ya puestos, tampoco es casual que la personalidad del PP que más ha ponderado su talante (¡habrá que ir refundando la palabra!) sea precisamente la más renuente al sectarismo, es decir, Esperanza Aguirre.
En poco más de un centenar de páginas, Rojas desgrana el pensamiento político del autor de La fiesta del Chivo y esboza algunos de los episodios en que su escritura se confunde con la vida. El más emocionante, sin duda, es el que le llevó a presentarse, en 1990, a las elecciones presidenciales de aquel Perú que volvió a joderse. Durante no menos de tres años, Vargas Llosa anduvo de poblado en poblado y de chamizo en chamizo pregonando que sus iguales no debían resistirse a ser parisinos; que había llegado la hora de que América dejara de ser el continente del futuro para ser el del presente, que ningún atavismo legitimaba que su patria fuera un parque temático al servicio del afán de exotismo de la Europa progre. Perdió las elecciones frente a Fujimori, pero dejó un legado al que, hoy en día, ningún intelectual que se precie puede sustraerse.
En España, el más diáfano ejemplo de vargasllosismo vino de la mano, en 2005, de un grupo de intelectuales catalanes que, adelantando por la derecha al PP y al PSC, se propusieron restablecer nada menos que la realidad, esto es, auspiciar la fundación de un partido no nacionalista que pusiera de relieve el alejamiento del poder respecto de la ciudadanía. Cumplido el expediente, los 15 regresaron a sus respectivos cuarteles de invierno y dejaron el fetillo en manos de las bases. No ha lugar al reproche: a diferencia de Vargas Llosa, ninguno de esos escribidores tenía la más remota posibilidad de ganar un premio Nobel.
Mas no perdamos el hilo de un hombre que entre sus más ilusorias y robustas ambiciones cuenta la de erradicar las injusticias que, de antiguo, se han cebado con América. Tras leer su última novela, El sueño del celta, escarbé en la arena cual si fuera un toro bravo y arremetí contra la prosa de mi Mario querido.
Uno de los principales defectos de El sueño del celta radica en que la peripecia de Roger Casement carece de enjundia; o de trapío, dicho sea en el lenguaje de tus afectos. Parecerá un contrasentido, máxime teniendo en cuenta las vilezas y aberraciones que desfilan ante los ojos del protagonista, pero lo cierto es que ninguna de ellas se acaba proyectando en el argumento con la virulencia que exige la ficción. En otras palabras, Vargas Llosa presenta a Casement como el centro de gravedad de una serie de acontecimientos que, en realidad, acaban por superarle de punta a cabo, condenándole al rol de observador airado. En este sentido, la ausencia de un nervio dramático que favorezca la conducción de lo estrictamente temático (el colonialismo) provoca que El sueño del celta rebose de pasajes que parecen extraídos de un libro de texto. Es lo que los expertos llaman enciclopedismo, una deficiencia que suele acompañar a esos primerizos que, antes que contar una historia, anhelan resumir el mundo. El otro gran defecto de la obra es subsidiario del enciclopedismo y tiene que ver con el punto de vista. Yo aspiraba a que la retórica patriotera que babea el personaje se sirviera liofilizada y aun uperisada, a que existiera algo semejante a una mediación entre las odas al terruño y el lector o, si se quiere, entre el cilicio y la razón. No creo que sea una aspiración descabellada; después de todo, Vargas Llosa es uno de los intelectuales que más y mejor han desnudado al nacionalismo.
Estas palabras son mías, lo que prueba que no hace falta ser de izquierdas o de derechas para no haber entendido nada. Ahora, después de leer a Rojas, no quepo en el gozo de mi error. La aventura de Casement, en efecto, no es más que el reflejo exaltado de un europeo que, en su delirio, pretende diseminar la libertad hasta donde le alcance la vista.
MAURICIO ROJAS: PASIÓN POR LA LIBERTAD. Gota a Gota (Madrid), 2011, 139 páginas.