Muchos, entre los que me incluyo, desconocíamos que los judíos llevasen tanto tiempo entre nosotros. No sabemos a ciencia cierta ni cómo llegaron ni cuándo lo hicieron, pero sí que hacia el siglo IX antes de Cristo ya estaban aquí. Es decir, mucho antes de la destrucción del Templo de Jerusalén por parte del emperador Tito y de la subsiguiente diáspora hebrea por todo el Imperio.
De la antigüedad remota no tenemos muchos datos, y es a raíz de la incorporación de la Península Ibérica al mundo romano cuando florecen las primeras comunidades judías españolas. Sabemos, por ejemplo, que formaban pequeños grupos organizados conforme a sus leyes religiosas y dedicados a vivir y dejar vivir, que no es poco. Esa tierra que para los romanos era Hispania, para esos primeros judíos era ya Sefarad, es decir, España, y sus miembros los sefarditas.
Con las invasiones de los pueblos bárbaros del norte, en nuestro caso los visigodos, el edén hispanorromano fue tornándose en infierno hispanogodo. Los reyes venidos de más allá del Rin no simpatizaban en exceso con la comunidad judía. Legislaron contra ella y, en algunos casos, la persiguieron con saña, creando un problema donde antes no existía. Las consecuencias de este desencuentro no tardarían en provocar un drama del que unos y otros se terminarían arrepintiendo.
A la llegada de los bárbaros del norte le sucedió, en el lapso de tres siglos, la de los bárbaros del sur. Los judíos no podían más que recibirlos con los brazos abiertos, pues poco podían esperar de sus antiguos amos. La comunidad sefardita prosperó en los primeros años del dominio musulmán. Los emires y califas se los rifaban. Isaac ben Saprut fue, por ejemplo, embajador de Córdoba ante Bizancio, y otros muchos progresaron bajo el gobierno califal.
Esto, como bien apunta Vidal, no significa que se encontrasen a la altura de los musulmanes, pero sí que, durante aquel tiempo, el Islam se empleó más a fondo con los cristianos que con los judíos, quienes, en cierto modo, se habían significado en la defensa del califa.
Al final, pasó lo que tenía que pasar. El califato de Córdoba se rompió en mil pedazos y el islam español entró en crisis. Los primeros en pagarlo fueron los judíos, que pasaron de "protegidos" del califato a perseguidos en los taifatos que le sucedieron. Los sefarditas, a pesar de que las tornas habían cambiado para ellos en tierra de moros, siguieron contribuyendo con su sabiduría y buen tino al engrandecimiento cultural de Al Ándalus.
No es casualidad que Maimónides, el judío más importante de toda la Edad Media, fuese cordobés. Tampoco lo es que tuviese que largarse de Ál Andalus porque los fanáticos almohades no toleraban que en sus dominios se practicase más religión que el islam. La tumba de Maimónides sigue siendo hoy, casi mil años después, venerada en Israel. En su lápida sólo hay una inscripción que reza: "Moises Ben Maimon, ha sefardi", o lo que es lo mismo: "Maimónides, el español". Sirva esto como muestra de hasta qué punto aquellos sefarditas se sentían ligados a la tierra que les vio nacer.
Las persecuciones en el lado musulmán obligaron a muchos a emigrar al cristiano, donde, olvidadas las viejas rencillas de la época de los godos, fueron asentándose, reclamados muchas veces por los reyes y señores. Se abrió entonces la penúltima y acaso más trágica etapa de los judíos en las tierras de España.
La sefardí era una comunidad pequeña pero tremendamente dinámica. Sus miembros solían poseer una formación por encima de la media y eran, por lo general, trabajadores muy competentes. Esto les llevó a ocupar cargos de preeminencia en la Corte y a ganarse en buen número de ocasiones la protección de los soberanos.
Como castellanos, aragoneses o navarros fueron, además, leales súbditos que acudían a la guerra en defensa del rey y de la fe cristiana. Junto a todo esto, pagaban religiosamente unos siempre crecidos impuestos y mantenían en funcionamiento el sistema crediticio. Esto se debía a que los cristianos no podían, por imperativo religioso, prestar capital con interés. Tal anomalía la suplieron con creces los prestamistas hebreos. No lo sabían, pero este detalle terminaría siendo uno de los causantes de su ruina.
Hay nombres judíos en casi todas las grandes campañas de la reconquista. En algunas, como la conquista de Mallorca, fueron los encargados de la logística. En otras se destacaron como soldados, y en la mayoría aportaron capitales imprescindibles para que la campaña llegase a buen término.
Durante los reinados de Fernando III y Alfonso X, en Castilla, y de Jaime I, en Aragón, los sefardíes vivieron su apogeo. En Toledo, antigua capital de los antisemitas reyes godos, se dio cita la última constelación de sabios hebreos españoles al abrigo de la tolerante política de Alfonso X. Sería su canto del cisne.
A partir del siglo XIV la cosa se empezó a torcer. Si bien los reyes seguían considerándoles útiles y muy rentables en términos económicos, el pueblo llano cargaba sobre ellos todo su desencanto y sus frustraciones. En 1391 se produjo el episodio de mayor violencia antisemita de nuestra historia. Las juderías de Castilla y Aragón fueron salvajemente saqueadas por el populacho. Muchos perecieron, algunos tomaron el camino del exilio y, entre los que se habían salvado, la mayor parte se convirtieron al cristianismo.
Nacían de este modo los llamados conversos, y, dentro de éstos, los judaizantes, es decir, los que se habían convertido de boquilla y sólo para salvar el pellejo. La popularidad de unos y otros fue empeorando a lo largo del siglo XV, y ya en los años de los Reyes Católicos se tomó la decisión de expulsar a lo que quedaba de la mermadísima comunidad sefardí. Para resolver el problema de los conversos se creó la Inquisición, un perverso tribunal que, durante varios siglos, escribiría algunas de las peores páginas de la historia de España.
Habrían de pasar 320 años hasta que, en 1812, los liberales revocasen, en Cádiz, el infame edicto de expulsión de los Reyes Católicos. Desde entonces, nuevas generaciones de judíos han vuelto a poblar la tierra de sus antepasados, a la que siguen llamando, como hace 3.000 años, simplemente Sefarad.