Pero un régimen totalitario es además un régimen de terror; de un miedo de tal intensidad que paraliza, que destruye cualquier esperanza. Veinte años después de los desvaríos olímpicos hitlerianos, otro totalitarismo ocupaba su lugar. En 1956 Hungría clamaba contra la opresión soviética; en aquel verano el PCUS nombró a Erno Gero (años antes coautor, con Orlov, del crimen de Andreu Nin) presidente del país. Entre agosto y octubre, Gero trabajó con Andropov, entonces joven promesa de la KGB, en el sometimiento de Budapest, afianzando el régimen de terror inaugurado por Lenin, perfeccionado por Stalin y perpetuado con celo hasta 1989.
Medio siglo después de un acontecimiento, y setenta del otro, en 2006 se celebra el centenario del nacimiento de Hannah Arendt. Como las grandes figuras, Arendt es profusamente citada pero escasamente leída. Nacida en Königsberg en octubre de 1906, es sin duda una de las figuras intelectuales del siglo XX. Discípula de Heidegger en Marburgo, pudo así sumergirse después en los abismos de la existencia humana; dirigida por Karl Jaspers, dedicó su tesis doctoral a San Agustín, lo que le llevó a elaborar también una filosofía moral de la trascendencia.
En una Europa convulsa, conoce a Raymond Aron, que le ayudará a escapar a Francia en 1933; allí conocerá a Walter Benjamin. Posteriormente se trasladó a Estados Unidos y adquirió la nacionalidad norteamericana; enseñó, entre otras, en las universidades de Chicago y Princeton.
Murió, consagrada como figura intelectual, en 1975. Entre sus obras, bien conocidas y bastante discutidas, figuran Salvar la patria judía (1948), Sobre la revolución (1963), La condición humana (1969) y La vida del espíritu (1971).
Los orígenes del totalitarismo fue publicado por primera vez poco después de la guerra, en 1948, y se convirtió en uno de los primeros libros sobre la materia. Después, la pervivencia del régimen bolchevique a las puertas de Europa motivó más de media docena de ediciones. Hoy, Alianza Editorial reedita la obra de Arendt, en sus tres volúmenes: "Antisemitismo", "Imperialismo", "Totalitarismo"; la violencia racial, la violencia por el poder, la dominación por la violencia.
Quiere la casualidad esta última reedición aparezca en el año de la memoria histórica, del rearme atómico de Irán, del desatado odio antiisraelí y del pacto con ETA. Casualidades de la época, hoy parece un libro imprescindible, no sólo para el presente, sino para el futuro; la izquierda, que dice reivindicar a Arendt en cuestiones menores, olvida siquiera extraer la enseñanza más sencilla de la obra, quizá porque muestra sus propios horrores.
Arendt profundiza en los mecanismos totalitarios por excelencia, la propaganda y el terror. La tesis que mantiene sobre el totalitarismo es ya conocida por intelectuales e historiadores: la disolución y corrupción de las organizaciones, grupos y clases sociales que forman el entramado de la sociedad civil conlleva en la vida moderna la aparición de movimientos de masas que ocupan su lugar; con una nueva lógica: la de la fuerza y el poder, la de la total ausencia de límites y escrúpulos políticos o morales. En el movimiento totalitario el individuo logra la acción y la movilidad que la sociedad ha dejado de proporcionarle, pero no de prometerle cínicamente; le proporciona una vida pública tan brillante como atrayente.
Cuando ello ocurre, el individuo aislado y desarraigado, el pequeño comerciante, el profesor o el obrero pasan a convertirse en masa; a partir de ese momento darán rienda suelta a todos los demonios del hombre: la atracción por el delito y el mal, la realización de prejuicios ancestrales, la entrega de la voluntad y el entendimiento al nuevo jefe político. Hoy, a los herederos del siglo de Treblinka, Tuol Slang o Katyn no debe extrañarnos que el Mal se abrace con entusiasmo y libertad: "La voluntaria inmersión del yo en fuerzas suprahumanas de destrucción parecía ser un escape a la identificación automática con funciones preestablecidas dentro de la sociedad a su profunda banalidad" (pág. 462). La libertad muere en medio de un estruendoso aplauso.
Si esto es así, los horrores desatados por Stalin y Hitler no son una macabra curiosidad histórica, sino una forma de gobierno susceptible de repetirse. En nuestra época el nazismo se ha convertido en un mito catártico que representa el Mal aislado sobre la Tierra y calma nuestras conciencias ante el presente y el futuro. Pero, si seguimos a Arendt, bolchevismo y nacionalsocialismo no son rarezas históricas; fueron perversiones posibles de la era moderna, la del vértigo técnico, la vorágine industrial y la maraña burocrática. Y éstos son hoy tan reales como en 1936 o 1956: "Puede ser erróneo suponer que la inconstancia y el olvido de las masas significa que se hallan curadas de la ilusión totalitaria, ocasionalmente identificada con el culto a Hitler o a Stalin; lo cierto puede ser todo lo contrario" (pág. 432).
El valor del libro de Arendt es que no es un libro de historia. Contiene una advertencia para generaciones presentes y futuras: el virus totalitario está aquí desde principios del siglo pasado, y ha venido para quedarse. Hoy, sólo su incapacidad para abandonar definitivamente la era medieval separa a los movimientos islamistas del totalitarismo auténtico de nazis y bolcheviques. La ideología la poseen, con creces: una interpretación completa y cerrada de la historia, independiente de la experiencia diaria, con una lógica volcada sobre sí misma y autosuficiente. Es el desarrollo científico lo que desconocen. Pero la falla tecnológica es un hecho contra el que la globalización, los cibercafés en Teherán o Casablanca y Al Yazira vienen en ayuda de los demagogos islámicos.
El mecanismo del terror se observa hoy en la CNN, pero se lee en Hannah Arendt. Las masas islamistas se lanzaron a la calle vitoreando la matanza de Mohamed Atta el 11-S, prometiendo quemar la Dinamarca del Jyllands-Posten, clamando por aniquilar Israel. En las mezquitas los demagogos eliminan cualquier oposición moderada y tratan de dirigir a las masas árabes, desarraigadas y desharrapadas, contra los enemigos seculares.
Los Ben Laden o los Nasralá perfeccionan al hombre-masa, lo embrutecen moralmente y lo lanzan contra el enemigo, tal y como lo hacía Himmler. Ofrecen al desesperado ser protagonista de la historia, aunque sea de una historia de destrucción: "Para ellos, la violencia, el poder, la crueldad, eran las capacidades supremas de unos hombres que habían perdido definitivamente su lugar en el universo y eran demasiado orgullosos para anhelar una teoría del poder que les reintegrara sanos y salvos al mundo" (pág. 462).
Pero el régimen totalitario no agota su horror dentro de sus fronteras: Alemania y Rusia se repartieron Polonia a dentelladas y buscaron el Imperio ario o la Revolución socialista por todo el mundo. Hoy Irán se expande por Líbano, China busca devorar Taiwán; Corea, amedrentar a sus vecinos. Buscan el dominio exterior, y lo hacen desde la certeza histórica de su ideología: "Los regímenes totalitarios dirigen realmente su política exterior sobre la consecuente presunción de que, con el tiempo, lograrán este objetivo último, y no lo pierden nunca de vista por distante que pueda parecer o por seriamente que puedan chocar sus exigencias 'ideales' con las necesidades del momento" (pág. 562). El totalitario puede no conquistar el mundo, pero lo incendia en su implacable intento.
Hannah Arendt advierte sobre algo más: el peligro totalitario aparece cuando el pueblo se muestra apático e indiferente ante la política diaria. El individuo aislado, impotente ante la política de la mediocridad, el relativismo y el cinismo de una política degradada por las debilidades partidistas y parlamentarias, abraza la solución que le ofrece el movimiento totalitario. Por eso, lejos de los mitos buenistas cultivados en Europa, para Arendt "la característica principal del hombre-masa europeo no es la brutalidad y el atraso, sino su aislamiento y su falta de relaciones sociales normales" (pág. 445). Y esta característica es esencialmente moderna, tan susceptible de repetirse en el siglo XXI como en los años 30 del siglo pasado.
Hoy, la sociedad construida en nombre de la libertad asfixia a los individuos, los encadena mediante la burocracia, el pensamiento débil, el hedonismo desenfrenado y paralizador. Ese y no otro es el principal apoyo psicológico de la ficción totalitaria, "el resentimiento activo contra el statu quo que las masas se niegan a aceptar como el único mundo posible" (pág. 535).
Tal diagnóstico parece tan cierto ayer como hoy, y nos pone ante la inquietante pregunta acerca de la posibilidad de un futuro oscuro y tenebroso del que no estamos vacunados. Y ello porque los movimientos totalitarios, la violencia desenfrenada, el dominio total mediante la propaganda y el terror son tan posibles hoy como el siglo pasado. Advierte Arendt cómo ante ellos sólo cabe una respuesta única de la derecha y de la izquierda; ésta última, hoy, parece olvidar la advertencia de la autora y se lanza complacida a jugar con fuego en nombre del ansia infinita de paz, de la paz absoluta y de la alianza de civilizaciones.
Algunos han visto en la obra de Arendt una interpretación histórica de unos hechos ya pasados; olvidan que el siglo XXI es heredero tanto del progreso como de la barbarie del XX. El totalitarismo es una forma de dominación genuinamente moderna, genuinamente contemporánea, propia de unas sociedades cada vez más incapaces de pensar en ello. Si esto es así, si Arendt tiene razón cuando afirma que existe una naturaleza totalitaria, entonces Los orígenes del totalitarismo nos valdrá tanto para pensar el presente como para preocuparnos por el futuro.
Hoy como entonces, sólo la libertad, la capacidad ilimitada e infinita del hombre para hacer frente a lo inevitable, se interpone entre nosotros y los viejos demonios del hombre.
ÓSCAR ELÍA MAÑÚ, analista del Grupo de Estudios Estratégicos (GEES).