Tampoco es cierto que Michelet, "el director de orquesta de todo, del cuadro y de la interpretación, y de las bases de la historiografía sobre la Revolución Francesa", dedicara al lienzo, al que califica de "Sagrada Cena laica", doce páginas del capítulo II del decimosexto libro de la Historia de la Revolución Francesa. Aunque en esas páginas existe una referencia a un tal Géricault, autor de un cuadro que no está en el Louvre, sino en el museo de Montargis y que se titula Corentin recibe en ventoso la orden de pintar a los Once. Lienzo en el que, para colmo, tampoco se inspiró Pierre Michon, puesto que sus referencias pictóricas fueron La Ronde de Rembrandt, L'Enterrement à Ornans de Coubert y hasta el cristal blindado que en el Louvre protegía el Guernica en 1937. Como ha dicho la crítica Natacha Wolinski, en Los Once, Pierre Michon ha convertido un montón de pistas falsas en referencias eruditas, sin por ello, añado, convertir la novela en un relato virtual.
Existieron y son históricos los personajes y el momento representados en el cuadro escrito, descrito e interpretado por Michon. De izquierda a derecha: Billaud, Carnot, Prieur, Prieur, Couthon, Robespierre, Collot, Berère, Lindet, Sain-Just, Saint-Andrè. Los comisarios, los once miembros del Comité de Salvación Pública que gobernó en el año II de la Revolución Francesa, durante el período del Gran Terror, cuando Robespierre sacó el cuchillo y, después de haber acabado con los monárquicos, los fuldenses y los girondinos, no quedó en el seno de la Montaña victoriosa "opiniones divergentes reales". Y todos los partidos que quedaron, los ortodoxos de Robespierre, los moderados de Danton y los exagerados de Hébert, querían lo mismo,
una República más o menos justa y en esa República el poder, pero que, en su fuero interno, la muerte (el cansancio y la muerte, el Dios vivo y la muerte) quería la gran cuchilla del distingo.
La primera parte de la novela es fundamentalmente artística y sitúa al pintor Corentin, nacido en Combleux en 1730, como un sucesor de aquel Tiépolo que en lo más recóndito de Germania se dedicó a pintar al soberano Carlos Felipe de Greinffenclau, al que acudían a rendir pleitesía gentes procedentes de los cuatro continentes. En tanto que ilustrado, Corentin cree que la literatura ha desbancado a la religión, que el escritor sirve para algo más que para contentar los oídos de los grandes y de las monjas de Saint-Cyr. Y actúa en consecuencia.
La segunda parte es más política que histórica y gira en torno a las circunstancias que rodearon el encargo de un cuadro que, ya se le ha dicho al lector, "Robespierre no quería por nada del mundo, que tampoco querían los otros, que no querían diez de los once". Corentin es un hombre mayor que trabaja en el Comité de las Artes y se dedica a maquillar la escenografía revolucionaria: apaña estatuas de la libertad, pinta gorros rojos y esculpe exvotos para Jean-Jaques Rousseau. La petición de los tres emisarios es muy clara:
Lo que te pedimos es una asamblea de héroes. Píntalos como a dioses o a monstruos, o incluso como a hombres, si te lo pide el cuerpo. Pinta el Gran Comité del año II. El Comité de Salvación Pública. Pero ponlos todos juntos, en una propia sesión fraterna, como a hermanos.
La doble pregunta es: ¿quién quería el cuadro, y para qué?
Si uniéramos las críticas a que ha dado lugar la merecedora del Gran Premio de Novela de la Academia Francesa conseguiríamos, a buen seguro, un texto bastante más largo que la propia novela y observaríamos que han sido tres las líneas de interpretación dominantes que han intentado responder a la doble pregunta: la relación entre literatura y política, la reflexión sobre la Revolución Francesa y el vínculo entre arte y escritura, algo, esto último, que de por sí constituye una seña de identidad de Pierre Michon, que utiliza las imágenes (fotografía más que cine) como inspiración para la escritura.
Cabría añadir una más y, en cualquier caso, subrayar ese aspecto en cada una de las tres directrices esbozadas: la dimensión publicitaria. La operación de márketing que representa el encargo de Los Once dirigida por Collot tenía por objeto sentar las bases historiográficas de la Revolución, es decir, poner en su sitio a sus protagonistas y mostrarlos a la posteridad. El lector lo sabe porque Collot, que será uno de los integrantes del cuadro, se lo deja muy claro a Corentin, que deberá respetar las dos cláusulas del contrato, a saber, guardar el secreto y situar en el centro a los llamados robespierrotes, Saint-Just, Couthon y el propio Robespierre, para conferir una pátina de oficialidad a un Comité que teóricamente no existía. Y para más seguridad guarda una carta bajo la manga; como no sabía cómo iban a desarrollarse los acontecimientos, el cuadro debía ser susceptible de dos interpretaciones: si Robespierre tomaba el poder de forma definitiva, el cuadro sería la prueba del reconocimiento de su grandeza; si Robespierre sucumbía o se tambaleaba, lo sería de su desbordada ambición. ¿Alguien da más?
Escrito en primera persona y dirigido a un tal Caballero, Los Once es un texto minimalista, una obra maestra de la sofisticación literaria y de lo retorcidas que pueden ser la política y la literatura. Pierre Michon ha medido cada frase, cada palabra, cada letra, a escuadra y cartabón, para que todo encaje. Utiliza una construcción sintáctica larga y reposada y no se ha dejado llevar por historias aledañas. Ha dicho lo que quería decir porque entiende, como el narrador de la novela, que "todas las cosas reales existen varias veces, tantas veces quizá como individuos hay en este mundo", que no es poco, y lo ha dicho de una forma estéticamente eficaz. Ahora bien, lo que dice es terrible, por más que la realidad literaria no coincida punto por punto con la realidad histórica. ¿O sí?
PIERRE MICHON: LOS ONCE. Anagrama (Barcelona), 2010, 137 páginas. Traducción: María Teresa Gallego Urrutia.