Ante el regocijo izquierdista, cierta derecha se pasa con armas y bagajes al credo socialdemócrata, mientras otra derecha, con más sentido histórico, se pregunta por los principios y valores que sustentan el credo liberal-conservador. Pero convendría tener en cuenta antes de nada que no estamos ante un problema político o ideológico, sino que es necesario ir más allá, a las claves históricas y culturales que han llevado la derecha a un callejón sin salida.
Por eso, cada vez parece más evidente que no es posible seguir esquivando la discusión sobre los presupuestos antropológicos y filosóficos que sustentan el pensamiento liberal-conservador. Resulta absurdo discutir sobre Educación para la Ciudadanía, sobre la eutanasia, sobre la nación o sobre el consenso sin abordar antes una cuestión sencilla y complicada a la vez. En tiempos de relativismo político, económico y cívico, "la cuestión clave es si existe una fuente de lo verdadero por encima del hombre e independiente de su voluntad, y de la respuesta a esta disyuntiva depende el punto de vista que adoptemos ante la naturaleza y destino de la humanidad".
Líneas poco originales, estas últimas, típicas de filósofos y pensadores. Pertenecen a la obra de Richard M. Weaver Las ideas tienen consecuencias, de la que Libertad Digital ya adelantó unas líneas el pasado verano. Recuperada ahora por Ciudadela, fue publicada por vez primera en 1948, y su autor se propuso con ella abordar la disolución de Occidente: fue concebida como "un desafío a las fuerzas que amenazan los fundamentos de la civilización" (p. 10).
Que Europa es hoy un continente en decadencia está fuera de toda discusión. Lo que no lo está es la respuesta a la pregunta de cuándo empezó a decaer, y si tal proceso es reversible. Para Weaver, una cultura digna de tal nombre debe proporcionar una visión coherentemente metafísica del mundo caótico que rodea al ser humano. Debe proporcionar la posibilidad de trascender el caos de sensaciones empíricas y verdades fragmentadas propio de nuestra vida. Visto así, toda cultura debe procurar elucidación, jerarquización, ordenación y, sobre todo, una llamada a la acción para la razón y la moral. Desde aquí, el punto de partida de la civilización occidental está en la mitología griega –primer intento sistematizador de todo lo real en verdades inmutables– y en la posterior filosofía helénica.
Si la cultura occidental nació con este conjunto de valores y principios, entonces forzoso es reconocer que desaparecerá tan pronto como lo haga esa unidad metafísica de la que (aún) somos herederos. Pues bien, el hombre del siglo XX ya habría llegado a ese fatídico momento: el occidental no sólo se habría abandonado al relativismo moral e intelectual, sino que podría estar aproximándose al punto de no retorno: "Nos estamos acercando a una condición en que será posible ser amoral sin tener la capacidad para notarlo y degradarse sin disponer de recursos para medir la caída" (p. 21).
De hecho, el momento se habría producido en 1948, justo cuando Weaver publica esta obra. ¿Hemos conjurado el peligro del que Weaver alertaba hace 60 años? La lectura de este libro arroja una conclusión desoladora: las tendencias que el autor descubre en 1948 no sólo siguen ahí, sino que han alcanzado proporciones inimaginables para Weaver. Y lo han hecho con una profundidad y una agresividad que nos hacen preguntarnos si lo que hemos llamado civilización occidental no será ya más que un cascarón vacío e inerte que se mueve por inercia. Lo que se esconde tras las crisis económicas e institucionales europeas no es sino la incapacidad moral del hombre contemporáneo.
La primera causa de esta decadencia es, para Weaver, la negación de la existencia de una verdad objetiva, para mayor gloria del escepticismo intelectual y el relativismo moral. La decadencia intelectual habría desembocado en la ideología igualitarista y progresista. Sin un patrón exterior que fije el orden jerárquico, el ideal democrático se extiende hasta acabar con todo tipo de distinciones sociales, incluso las basadas en el mérito y la sabiduría. Esta extensión del ideal democrático a absolutamente todas las cosas es profundamente antidemocrático. Degradando la verdad se acaba degradando el saber y el conocimiento, y al final hasta el propio discurso racional y lógico queda bajo sospecha.
Es así como el relativismo se acaba convirtiendo en un peligroso déspota, eso que nosotros llamamos lo políticamente correcto: "Desde que el progresismo se convirtió en una especie de doctrina oficial de partido, se nos ha advertido que no conviene afirmar nada acerca de razas, religiones o entidades nacionales, visto que, después de todo, no hay afirmación categórica que esté desprovista de suposiciones de valor y que los valores fomentan las divisiones entre los hombres. Hemos de abstenernos de subsumir y juzgar" (p. 77).
Ahora bien, ¿cómo garantiza nuestra sociedad una unidad que, en nombre de la libertad y el pluralismo, ella misma erosiona? Aquí entra en juego lo que Weaver denomina "la gran linterna mágica", el conjunto de mecanismos encargados de acabar con los restos religiosos y metafísicos. Muy desconfiado, Weaver enumera los tres elementos que conforman esta gran linterna mágica: la prensa, el cine y la radio y la televisión. A los tres achaca un origen que los descalifica y coloca del lado equivocado. Weaver se muestra furioso e irritado al hablar de ellos, injusto en buena medida, pero también certero y sutil. A su juicio, los tres aceptan, en líneas generales, el progresismo –la creencia de que todo tiempo futuro es siempre mejor– y, cada uno a su manera, esquivan la verdad, ocultan lo real y alejan al hombre de las virtudes cívicas fundamentales. Forzoso es reconocer que, escasas excepciones al margen, el diagnóstico de Weaver es certero.
El relativismo es sólo uno de los males sociales contemporáneos. Su continuación necesaria es el relajamiento moral y cívico. Sin verdades morales e intelectuales, el hombre queda reducido a un materialismo hedonista, y su felicidad, a la satisfacción de las necesidades más primarias: aquéllas que puede procurarle la maquinaria estatal-burocrática. Aquí resulta especialmente oportuno aludir al gran cáncer que subuyace a los últimos acontecimientos financieros mundiales: la irresponsabilidad, el vicio de no hacerse cargo de los propios actos y dejar que sean los demás los que lo hagan...
"No puede ser sana una sociedad que dice a sus miembros que no hace falta que piensen en el mañana porque el Estado ya se encargará de garantizarles un futuro", advertía Weaver (p.155) en el tan lejano 1948. Hoy, el Estado de Bienestar todo lo ocupa, y cuando los Estados se lanzan a la carrera de nacionalizaciones e intervenciones masivas en la economía, desaparece cualquier rastro de ética en el trabajo y en la economía:
No conozco mejor incentivo al trabajo fértil que convencer a quienes ponen en su trabajo el fervor del creyente que las futuras compensaciones de las que hoy hace acopio no les serán arrebatadas por el imprevisor. Cuando prevalece la suposición contraria, cuando las mayorías populares son capaces de alegar apremiantes necesidades para borrar de un plumazo los derechos adquiridos en el pasado, acaba sucediendo que todos se convierten en políticos. O lo que es lo mismo; todos se convencen de que manipulando serán más prósperos que produciendo (p. 166).
No es la economía basada en la propiedad lo que está en crisis. Lo que sucede es que los atributos necesarios para que la propiedad tenga sentido se están resquebrajando. Hablamos de valores humanos, valores como el trabajo, el esfuerzo y la responsabilidad. Unas sociedades como las de hoy, irresponsables, inmaduras y que abominan del trabajo y del esfuerzo, tenían que seguir –de la mano de Sarkozy, Zapatero o Merkel– el camino presentido por Weaver: y es que hay sociedades que, "en vez de salir adelante con sacrificios y humildad, escoge[n] el camino más fácil, que consiste en no honrar sus compromisos" (p. 166).
Además de un diagnóstico visionario de la sociedad de 2008, el lector encontrará aquí afirmaciones duras, muy francas, típicas de un testigo que se siente incómodo en la sociedad que le ha tocado vivir y que incomoda a sus semejantes. Políticos, periodistas, intelectuales, artistas, trabajadores, todo está en el punto de mira del pesimista Weaver; a todos ve presos del progresismo, el mal de la modernidad, y los responsabiliza de su auge.
En cuanto al diagnóstico, poco más hay que decir. Hoy los opulentos europeos celebran su supuesta superioridad cultural... y la solución mágica a la crisis financiera. Pero, desde luego, están en un error, viven en un espejismo. Lo más inquietante es saber que "son muchas las sociedades que, en una etapa posterior, despliegan una brillantez pirotécnica y una capacidad para las más refinadas sensaciones que exceden todo lo vivido en sus tiempos de mayor robustez" (p. 22). La europea, tan pagada de sí misma, tan biempensante y vividora, es una de ellas. Se hunde y celebra que se hunde con brillantes juegos de artificio.
Huelga decir que los primeros en la alegre procesión son los españoles, incapaces de abordar los problemas antropológicos y filosóficos que comprometen su futuro. Con una izquierda rendida al crash civilizacional y una derecha en proceso de rendición, ¿quién se atreve, desde esta última, a abordar el problema desde su raíz?¿A establecer las causas, los problemas y las soluciones a un proceso de decadencia que parece imparable?
He aquí la misión que ha de acometer la derecha cultural española. Cuanto antes.
RICHARD M. WEAVER: LAS IDEAS TIENEN CONSECUENCIAS. Ciudadela (Madrid), 2008.
ÓSCAR ELÍA MAÑÚ, analista del GRUPO DE ESTUDIOS ESTRATÉGICOS (GEES).