Desde muy jovencito, tengo el hábito de subrayar los libros cuando algo en ellos me llama la atención. Y me atrevo a sostener que el número de subrayados y de notas está en relación directa con la calidad del texto. Literatura que crea literatura, que da lugar al pensamiento. Ortega escribió muchísimo en los márgenes de los libros. (Una advertencia: yo amo el libro como objeto bello, pero no puedo negar su carácter instrumental).
Pues así empecé a leer La calle de la Luna, la novela, primera publicada pero seguramente no primera escrita por Méndez-Monasterio, subrayando, y no paré. Todo el tono de su relato se encuentra en un afirmación hecha en la primera página del primer capítulo, que es en sí misma una afirmación generacional: "Yo siempre hago todo para nada". En otra época, de estupidez crítica felizmente superada, alguien hubiera definido el conjunto de la obra como "existencial"; yo prefiero acogerme a una idea de género más anticuada pero más precisa: "de costumbres". Claro que no de las costumbres de las que se ocupó la literatura costumbrista, sino de las costumbres de hoy. Luis, el protagonista del libro, es un tipo de nuestra época, con todas las limitaciones que eso implica, pero, a la vez, con todo lo que eso tiene de bueno. Porque no se trata de un idiota de los que las historias marca Kronen pusieron de moda hace unos años, sino de un individuo con alma, con principios, que no tiene más remedio que moverse igual que sus contemporáneos y disimular conscientemente que él va en otro sentido. Que es lo que todo hombre inteligente ha hecho siempre: o son muy distintas la adolescencia y la primera juventud de ahora de las que vivieron y contaron los escritores de los siglos XIX y XX. Es como si la oscura provincia de Flaubert, en preciso dibujo de Sánchez-Ostiz, se hubiese extendido a las capitales.
La aburridísima vida de la familia de Luis, de los tíos con los que vive mientras estudia, discurre en Madrid, pero es tan lúgubre como la de los personajes iniciales de la Vida de Henry Brulard de Stendhal: gente de la que hay que escapar porque encarna la mediocridad, el miedo, la desesperanza, la nada. Pero a los que tampoco se puede dejar de querer, en cierta medida por compasión. Adelanto al lector la piadosa e impecable descripción de tío Agustín, que observa a su mujer mientras hace aerobic ante la pantalla de televisión:
A Agustín se le ponía cara triste de lo patético que era aquello. A veces se queda mirando en el pasillo y observa los brincos estúpidos que da su mujer frente a la tele. Y uno, y hop; y dos, y hop; y tras, y hop. No podía casi creerlo ni dejar de quererla tampoco, aunque odiase los potingues de la cara y las mallas verdes y amarillas dando saltitos. Se había divorciado del mundo, Agustín, y el mundo se vengaba regalándole una mujer moderna, adicta al aeróbic y a los aparatos de timo del gimnasio en casa. Pobre hombre antiguo rodeado de progreso.
Yo creo que ahí hay un escritor de verdad, y juro que no son muchos.
Hubo dos cosas que Méndez-Monasterio me ha obligado a tener presentes a lo largo de todo el libro: lo majaderos que son los tíos que hablan de "la juventud de hoy" cuando ellos mismos construyeron para sus herederos una sociedad vacua, y la singular falta de gracia de la España del cambio de siglo, esos años noventa opulentos y zafios que los supuestos líderes de la Transición permitieron vivir a los demás mientras ellos medraban con mayor o menor disimulo: el trastero de los grandes negocios, lleno de prendas de marca y sin espacio para ningún proyecto valioso: era (y es) difícil amar, pensar en un tiempo situado un poco más allá de mañana por la mañana, honrar a los que nos precedieron en este mundo, y como es difícil, se acaba por no hacer ninguna de esas cosas. Se acaba por matar lo que se ama y por olvidar lo que nos resulta imposible amar. Muy cerca del final del libro, Méndez-Monasterio, a través de Luis, un Luis ingenuo que descubre la grandeza de ciertas experiencias, evoca al Oscar Wilde de la cárcel, el hombre maltratado por la vida que llegó a esa misma conclusión.
Esa vida, como todas las vidas, tiene una sola solución posible: el viaje. "Los viajes forman la juventud", escribió Herbert Read: la frase la leía, en la bañera, un joven Jean Paul Belmondo en una película de la nouvelle vague, vista en París, en un cine en el que todo el mundo fumaba. Eso recuerdo de los sesenta, tan parecidos a los noventa. Y como ya he pasado por unas cuantas primaveras y, sobre todo, unos cuantos inviernos, sé que sólo en los viajes se tiene alguna posibilidad de encontrar una verdad: sólo en la distancia, sólo desterrándose de la propia experiencia se llega a desvelar todo lo que uno sabe pero no sabe que sabe. En los viajes y en la escritura, que es otra manera del viaje. Pero exactamente donde empieza el viaje de Luis, se termina La calle de la Luna: todo lo que venga de aquí en más, será literatura en la vida de este hombre.
Una gran novela. Un gran documento generacional.
KIKO MÉNDEZ-MONASTERIO: LA CALLE DE LA LUNA. Ámbar (Barcelona), 2008, 190 páginas.