Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) lee con todo. El libro –los libros que importan– se mezcla con la vida, se vuelve translúcido como una medusa en la corriente. Suelta su aguijonazo invisible, deja el veneno, pasa a la piel. Lo más profundo se modifica.
Hay que entrar a saco para saber qué ha pasado aquí. La rutina del crítico oficinista es ridícula; las fichas del académico y la memoria del erudito no bastan frente a la escurridiza medusa. Sabemos que el libro está actuando en la vida cuando constatamos que "nunca acaba de decirnos lo que tiene que decirnos", tal y como Italo Calvino definió el clasicismo. Se oyen voces, pero no comprendemos del todo. Algo sí, lo suficiente para querer descifrar el resto, entre los síntomas de la propia experiencia. Lo más escondido se ha inflamado y escuece.
El lector que Villoro es, y al que se dirige, empieza por un extrañamiento ante lo que se hincha y deriva a un chequeo general guiado por voces ajenas. Escribir ensayos sobre libros que importan es practicar "un strip-tease al revés" en el que "las revelaciones llegan por lo que uno se pone encima", es decir, a través de esos contados libros que no dejan nunca de decir, en la vida individual y concreta. Se entra en ellos con todo lo que se tiene a mano: con los viajes y con la biblioteca; con el periódico del día y con el canon literario; con lo suyo y con lo de los demás; con "paciencia de científico y pasión de artista", como pedía Nabokov a sus alumnos de Cornell.
Ensayar por qué un libro importa acaba siendo un ensayo de nuestra propia singularidad, una tentativa de introspección que requiere condiciones radicalmente extrovertidas: otras voces, un público. "Ensayar: leer en compañía", dice Villoro sobre la latitud de su voz en este libro. No es la de un lector en el enjambre silencioso de la biblioteca, sino, más bien, la del que está al lado y "comparte los descubrimientos", el que "acompaña y señala con el índice: 'Mira'".
Los dieciocho ensayos que forman este libro dilatan el fogonazo que dos ven. El alivio de no ser el único en haberlo visto y la fraternidad creada por el secreto son la justificación del ensayista literario. "Un invisible resplandor une al que muestra y al que entiende. El ensayo depende de ese gesto". ¿Por qué leemos, si no para contarles a otros que nosotros también lo hemos visto, que también llevamos el tatuaje de la medusa, que formamos parte de la fraternidad secreta del escozor y la hinchazón?
Estos textos se escribieron en distintas etapas, desde 1992 a 2007, y para distintos foros y publicaciones. Sus temas no son menos variados: de Hamlet a Onetti; de El Quijote a Lowry, del arte del diario al Mefisto de Klaus Mann, de Hemingway a Yeats; D. H. Lawrence, Borges, Bioy, Lichtenberg, Goethe, Chejov... Lo que los une ni siquiera es un mismo lector, porque Villoro es uno distinto ante cada libro, sino la libertad de estrategia y el uso de todo lo que pueda ayudar a fijar el temblor único del placer y el conocimiento artístico. Si algo identifica esta memoria de lecturas de un novelista que es también un periodista es la fiebre del que lee con todo, una transgresión radical de toda escolástica de la crítica literaria. Así, por ejemplo, su "Crónica hacia Hamlet" borra el límite entre la vida y el texto. Vemos al lector leyendo, el saber producido por su lectura está naciendo ante nuestros ojos. Nos está señalando la hinchazón de la medusa al mismo tiempo que empieza a sentir sus picores. Está leyendo, y lo está haciendo con todo lo que tiene a mano.
El lector Villoro entra en escena, aparece en la Universidad de Yale impartiendo un curso sobre la historia en la novela mexicana y asistiendo, como alumno, a otro de Harold Bloom sobre Hamlet. El seminarista Villoro descuartiza con un bisturí sigiloso e iconoclasta la burbuja divina del gurú de la crítica literaria. No encontraremos el conflicto entre pensamiento y acción que paraliza al airado príncipe danés en las torrenciales peroratas del maestro Bloom. El lector Villoro sigue leyendo. Pasa el invierno, se fractura un pie esquiando, estalla la revolución zapatista. El lector Villoro vive y lee ante nuestros ojos. Un buen día viene a dar con una traducción de Hamlet por Tomás Segovia, el poeta, el erudito, el artesano de la edición, el pintor, el silencioso maestro del exilio poético español en Méjico, demasiado sabio para que los cafres políticos del Premio Cervantes puedan, siquiera, saber que existe.
Segovia ilumina el célebre monólogo de Hamlet con una solución que hace que parezca que Shakespeare lo escribió en español. "Ser o no ser: de eso se trata", resuelve con pasmosa naturalidad el cuidadoso traductor, acabando con la forzada traducción que durante siglos hemos interiorizado. "La frase llegó como una revelación", rememora Juan Villoro. "Shakespeare en el lenguaje de Berceo o, de manera más significativa, en el de nosotros mismos".
Y por esta puerta esquinada, no por la del canon literario de Bloom, es por donde entramos a Hamlet y es como escuchamos mejor lo que tiene que decirnos. Es, creo, con diferencia, la mejor pieza de este volumen de ensayos. La estrategia del texto, ese borrado del límite entre vida y texto, entre lector y lectura, me ha recordado al Sergio Pitol de El arte de la fuga, donde la experiencia y el libro entran en un estado de combustión por fricción. "Todo está en todas partes", nos dice el maestro veracruzano, y su discípulo Villoro lo experimenta gozosamente a la vista de todos.
Por desgracia, esa actitud radical en la que vida y libro se mezclan no tiene continuidad a lo largo de este libro. Pasamos a enfoques algo más convencionales, siempre dentro de la radicalidad de un lector refractario a las plantillas de lectura. Su ensayo sobre D. H. Lawrence está demasiado escorado a la anécdota biográfica del irregular autor de Mujeres enamoradas, pero no defraudará a un tipo de lector curioso en los cotilleos de la vida de los autores más excéntricos o escandalosos. Su incursión en Onetti, en cambio, es pura conversación en el centro de Santa María, el mundo creado por el autor de El pozo.
El ensayo que dedica al género diarístico merece también la atención del lector por el lugar fronterizo en que Villoro se encuentra con la literatura de diarios: no son ficciones, pero tampoco llegan a ser confesiones del todo sinceras. En algunos casos eximios, como en el del Cuaderno gris de Pla, sus autores ni siquiera hablan directamente de sí mismos, sino de todo lo exterior a ellos. Puede haber mucha más carga de confesión en el ensayo literario que en un diario, viene a decirnos este libro por debajo de sus páginas, las páginas de un lector que lee acompañado y no descarta ningún material para entender sus deslumbramientos.
Los libros que importan desencadenan cambios en el metabolismo individual. El ensayo debe fijarlos, describir su proceso: el individuo se convierte en un extraño, el extraño se convierte en lector, el lector busca a otros de su especie a través del tatuaje secreto de la medusa.