
Muchos lectores de Libertad Digital conocerán el nombre de Lovelock por su aportación más importante al mundo de la ciencia: la hipótesis Gaia. Según esta idea, la Tierra es en realidad una especie de superorganismo donde todas las cosas, animadas o no, forman parte del mismo sistema biológico y evolucionan bajo leyes comunes propias de los seres vivos.
La hipótesis Gaia fue recibida con entusiasmo durante los años 70. Cuando digo "entusiasmo" quiero decir que recibió con idéntico fervor las más airadas críticas y los elogios más desaforados. Con entusiasmo se la calificó por algunos como la contribución más importante a la historia de la biología desde Darwin. Con entusiasmo otros la tildaron de solemne estupidez.
Sea como fuere, lo cierto es que las tesis de Lovelock calaron pronto en dos direcciones. Una nueva generación de neodarwinistas (como Lynn Margulis) utilizaron la luz encendida por el británico para iniciar un interesante camino hacia el estudio de la vida como un imperativo de la materia. Es la base de la astrobiología moderna, por ejemplo: la materia, en determinadas circunstancias, tiende a autoorganizarse y, siempre que se den los condicionantes necesarios, terminará generando materia biológica, es decir, vida. Esta idea, con sus derivaciones posteriores, ha sido de gran utilidad para el avance de un nuevo concepto de biología evolucionista que ha dado brillantísimos resultados.

Este libro es el legado en forma de autobiografía de un hombre que, además de plantear su famosa hipótesis, ha sido un reputado inventor y ha asesorado a la NASA en algunas misiones espaciales. Genio curioso y provocador, el autor nos muestra su proceso de acercamiento a la ciencia y se nos desvela como un escéptico impenitente dispuesto a hacer siempre la siguiente pregunta.
En sus últimos años, Lovelock ha mostrado su desencanto hacia el movimiento ecologista, que él mismo ayudó a convertir en poderoso lobby. Sus últimas apariciones públicas más sonadas han venido a cuento de su valiente apuesta por la energía nuclear, como única alternativa viable para producir electricidad barata, limpia y suficiente. Lovelock ha defendido que las centrales atómicas serían el mejor modelo posible para combatir los estragos del calentamiento global en un mundo cada vez más competitivo y desarrollado.
Ello le ha supuesto más de un disgusto. Desterrado de la filas ecologistas, el autor relata su desencuentro con el movimiento verde y su simpatía por otros casos similares, como los de Patrick Moore o Bjorn Lomborg.
Su libro de memorias es, en cualquier caso, un apasionante relato de la evolución de su mente de científico, así como de las luces y sombras de su carrera intelectual, que en muchas ocasiones da la sensación de que se le escapó de las manos.