Y es que en ciertos casos no se trata de decir que una novela no tiene calidad, o que uno no está de acuerdo con determinadas ideas en un ensayo, sino de prevenir al lector sobre el contenido de un volumen que le es presentado con todos los sellos de garantía científica y que, sin embargo, no alcanza los mínimos.
Es el caso de Las guerras de Dios. Una nueva historia de las Cruzadas, escrito por Christopher Tyerman, profesor de Historia Medieval en Oxford, y editado por Crítica, la misma casa que ha puesto en las librerías las imprescindibles obras de Simon Sebag Montefiore Llamadme Stalin y La corte del zar rojo y, en su día, la también imprescindible Atenea Negra, de Martin Bernal.
En la contraportada de Las guerras de Dios hay dos citas: el profesor Edward M. Peters, de la Universidad de Pensilvania, afirma: "Este maravilloso libro es la mejor historia de las Cruzadas que jamás se haya escrito", y Ron Grossman, del Chicago Tribune, sostiene que "va a convertirse en la historia definitiva de las Cruzadas para esta generación", lo cual es decir mucho, si tenemos en cuenta que no hay ninguna historia "definitiva" de las Cruzadas desde que apareció el último volumen de la clásica obra de Steven Runciman A History of the Crusades (de la que hay una edición española en Alianza), en 1954, hace más de una generación, se mire como se mire.
En historiografía jamás hay nada definitivo. Si una investigación sobrevive diez años, o se convierte en un clásico o es superada por otra mucho mejor. La historia es un relato en construcción, pero hay muchas maneras de construir con idénticos materiales. Y esa manera se escoge desde la subjetividad del historiador, por grande que sea su afán científico: está condicionado por su afectividad, por sus inclinaciones estéticas, por sus elecciones morales y, en última instancia, por su ideología. Yo diría que el profesor Tyerman es, ante todo, ideológicamente correcto. Puede ser influyente porque se mueve con el aire de los tiempos.
Las guerras de Dios es un libro adecuado para la Europa que duerme mientras el Islam avanza, la Europa que ha elegido ignorar su propio pasado para evitar tener que ser consecuente con él, la Europa que abomina de sus orígenes judeocristianos hasta el punto de desconocerlos oficialmente en su proyecto de texto constitucional.
Si en algo ha adelantado la historia medieval desde los tiempos en que yo mismo cursaba la correspondiente licenciatura en Barcelona ha sido precisamente en la inclusión (¡por fin!) del lado musulmán en el relato de la Edad Media. No es del todo una novedad: el Mahoma y Carlomagno de Henri Pirenne es de 1937 (de muy recomendable lectura, también en Alianza), y ya allí se exponía la tesis de la creación de Europa, en los llamados siglos oscuros, por oposición a la expansión musulmana.
El Islam es, desde sus inicios y hasta hoy mismo, un proyecto de conquista de orden religioso-político. Si se ignora ese hecho, desde luego, la acción de la Cristiandad desde la fecha de la primera Cruzada, en 1096, hasta Lepanto parece absurda. Sin embargo, ésa es la tendencia dominante en la actualidad: el profesor Tyerman sigue buscando explicaciones para lo que ya está explicado. Con tal de no decir lo fundamental, que la identidad de Occidente, a partir del siglo VIII, se desarrolla por oposición al Islam...
Lo que hice en la librería, antes de comprar la obra, que de todas maneras hubiese comprado por oficio, fue mirar el índice onomástico, que suele proporcionar algunas claves sobre la orientación del autor. Así descubrí que en 1.181 páginas, que es lo que se llevan el texto, los índices y las notas aparte, Mahoma es nombrado cuatro veces y Pirenne ninguna. Almanzor, cuatro, y es bien notable cómo: no entendiendo la Reconquista como capítulo de la resistencia a la expansión islámica, sino todo lo contrario: véase el capítulo VI, titulado "La expansión de las cruzadas" y subtitulado "Las cruzadas de la frontera, episodio primero. Conquistas en España".
Presentación de Almanzor por el profesor Tyerman:
El gran visir cordobés Almanzor (esto es, "el Victorioso", 976-1002) atacó iglesias y monasterios durante sus devastadoras incursiones en territorio cristiano (años 985 a 1002), correrías en las que saqueó cuanto encontró a su paso, desde Barcelona y Pamplona hasta León, el valle del Duero y Coimbra. En el año 997 robó las campanas de la basílica de Santiago de Compostela para adornar la mezquita de Córdoba. Almanzor hizo pública virtud de su devoción, y se dice que llevaba a las campañas un ejemplar de Corán escrito de su puño y letra, campañas que presentaba como actos de una yihad [Tyerman, al parecer, duda de que lo fuera]. Esto no le impidió emplear como mercenarios y guías a algunos cristianos, ni evitó que su propio pueblo le recordara con el apelativo de "nuestro proveedor de esclavos".
Por el lado cristiano, tal como lo hace al disminuir la condición de yihad de las incursiones de Almanzor, Tyerman le quita hierro al asunto de la fe:
Hacía ya mucho tiempo que el simbolismo religioso y la liturgia eclesiástica habían sido incorporados a los ritos de guerra. En el Liber Ordinum visigodo figura una liturgia muy elaborada por la que se bendice al rey guerrero que parte al frente, y es posible que en los reinos cristianos sobreviviera la tradición de portar una cruz en la batalla, o alguna reliquia de la Vera Cruz. No obstante, difícilmente puede considerarse que una guerra inscrita en el marco de un lenguaje religioso sea lo mismo que una tímida Reconquista respaldada por la religión o que una guerra de raíz confesional. La aprobación de una guerra en términos religiosos era un lugar común destinado a suscitar lealtades, a establecer un propósito común, a redimir conciencias y a aplacar las dudas surgidas a ambos lados de la frontera ibérica.
Por una parte, Tyerman comete un pecado profesional que ya es hábito en la mayoría de los historiadores: el anacronismo, que le permite suponer que las gentes del año 1000 necesitaban de la religión para establecer lealtades (lo que implica un profundo desconocimiento de la mecánica feudal) y tenían problemas de conciencia respecto de la guerra (conciencia que se no generalizó realmente hasta el siglo XVIII), amén de imaginar y explicar como dato de la realidad la posibilidad de que el señor feudal se preocupara por las dudas de sus vasallos a la hora de ejecutar una leva: no dudaban, se resistían; pero no por pacifistas, sino por campesinos que no querían verse apartados de su actividad ni dejar solas a las mujeres y a los hijos; y nadie emprendía campañas políticas para convencerlos de nada.
La explicación de todo esto viene más abajo, cuando se hace claro por qué el profesor de Oxford no cree que la religión fuese motor suficiente en el Medievo para ir a la guerra, se tratara de las Cruzadas propiamente dichas o de esa porción última de la Reconquista española:
Los motores de la Reconquista fueron la política y el dinero en metálico, no la religión. El desmembramiento del califato de Córdoba [...] y su sustitución por un mosaico de reinos llamados de taifa o de "facción" dio a los gobernantes cristianos la oportunidad de intervenir en los asuntos del sur [...]
Que conste que está hablando del año 1031, último del califato, y que el proceso de la Reconquista se ha iniciado largo tiempo ha: la fecha simbólica de su inicio, la de la batalla de Covadonga, en la que el rey Pelayo derrotó a los musulmanes, es 722, justo once años después del desembarco de las tropas norteafricanas de Tarik, enviadas por Muza en 711. Decir que los motores de la Reconquista eran la política y el dinero ni siquiera alcanza el nivel del marxismo vulgar más ñoño y determinista, que hubiese obviado la política (otro anacronismo) y hubiera perdido pie en relación con el dinero en un tiempo en que el valor determinante era la tierra.
Vuelvo a recomendar a mis lectores dos libros publicados por Ciudadela: Históricamente incorrecto, de Jean Sévillia, y la Guía políticamente incorrecta del islam y las Cruzadas, de Robert Spencer, auténticas vacunas contra obras como la de Tyerman.
CHRISTOPHER TYERMAN: LAS GUERRAS DE DIOS. UNA NUEVA HISTORIA DE LAS CRUZADAS. Crítica (Barcelona), 2007, 1.344 páginas.