La ciencia, el conocimiento en general, se alimenta tanto del número de personas que dedican su tiempo al estudio como de la cantidad de enfoques adoptados. Lo mejor de Sageman es que mira el terrorismo desde la perspectiva de un psiquiatra, de un científico. Sus análisis matizan, corrigen y enriquecen muchas de las hipótesis que se han venido presentando desde las ciencias sociales. Se apoya tanto en su conocimiento del comportamiento humano como en estadísticas conformadas con toda la información disponible sobre terrorismo.
Para el lector español y, en general, europeo resultará liberador leer en estas páginas que la pobreza nada tiene que ver con que un musulmán decida convertirse en terrorista, argumento tan estúpido como infundado que hemos tenido que soportar como mantra progre capaz de explicarlo todo. Es evidente que la mayor parte de los terroristas son de clase alta o media; tanto, como que siglos de miseria en el mundo árabe no han generado terrorismo. El problema es algo más complejo, y tiene mucho que ver con la sensación de frustración de toda una sociedad ante la evidencia de que el Mundo Árabe se ha quedado atrás en el proceso de modernización y no es capaz de ofrecer a sus jóvenes un futuro digno.
No es éste el lugar para resumir las posiciones del autor sobre la psicología o perfil del terrorista, las diferencias entre el que desarrolla su actividad en tierras del Islam y el nacido y crecido entre nosotros, el papel de la familia, el grupo e internet en la formación del terrorista a lo largo de estas últimas décadas o la evolución de Al Qaeda como organización: sólo subrayaré que hay aquí información y análisis de calidad, que la lectura resulta apasionante y que supone un sensible avance en el conocimiento de la materia.
Su condición de psiquiatra facilita a Sageman el acercamiento a determinados aspectos del tema, pero le resulta una herramienta absolutamente insuficiente para tratar otros. Así, en los dos últimos capítulos, en los que analiza la situación de Al Qaeda y del islamismo en su conjunto desde la perspectiva de la política y la seguridad internacionales, sus carencias metodológicas son enormes, y sus análisis, muy pobres.
Sobre sus tesis en estos dos puntos versa el debate que desató Leaderles Jihad en Estados Unidos. Yo tuve noticia de la aparición del libro el 8 de junio, leyendo el New York Times mientras esperaba en mi hotel de Washington la llegada de unos colegas. Dos redactores clásicos del periódico, Elaine Sciolino y Eric Schmitt, publicaron un artículo, titulado "A Not Very Private Feud Over Terrorism", en el que comentaban la dura respuesta de Bruce Hoffman, profesor de la Universidad de Georgetown y uno de los padres fundadores de los estudios sobre terrorismo, a las tesis defendidas por Sageman; lo hizo en el número de mayo-junio de Foreign Affairs, con una reseña titulada "The Myth of Grass-Roots Terrorism". Ese mismo domingo 8 de junio el Washington Post publicaba un artículo de opinión de Sageman, "The Homegrown Young Radicals Of Next-Gen Jihad", en defensa de sus tesis.
Toda síntesis es una mentira, y no es mi intención ridiculizar las ideas de Sageman con una descripción incorrecta y esquemática de sus opiniones, algo que vemos hacer cotidianamente desde la prensa progre cuando se trata de comentar una posición liberal-conservadora. Sólo apuntaré, no sin antes invitar al lector a acercarse tanto al artículo citado como al libro que estamos reseñando, que Sageman cree que la capacidad operativa de Al Qaeda es mínima, que la nueva Al Qaeda descentralizada tiene serias dificultades para pervivir, que no supone una amenaza vital para Estados Unidos y que la estrategia que ha de seguirse debe ser de limitada contención.
Mi desacuerdo con él es total, al tiempo que comparto puntos de vista con Hoffman. Organizar un gran atentado no es tan difícil, incluso si se trata de utilizar elementos radioactivos, y Al Qaeda está en condiciones de hacerlo aun disminuida. La Al Qaeda descentralizada puede dar muchos más problemas de los que Sageman considera, y no hay razones objetivas para pensar que se vaya a desmoronar en los próximos años. Pero mi desacuerdo es aún mayor cuando se trata de analizar los fundamentos de la estrategia que ha de seguirse. Sageman vincula el futuro de Al Qaeda a la polarización de la población musulmana respecto de Estados Unidos. El problema es que el islamismo en su conjunto, y Al Qaeda en particular, no nació contra Estados Unidos, sino contra una forma de entender el Islam.
Lo que Sageman no parece entender es que el eje del problema es la existencia de distintas interpretaciones del Islam, la guerra civil que lleva años padeciendo el mundo musulmán, y que se prolongará durante mucho más tiempo. Estados Unidos, Occidente, los cruzados y los judíos desempeña un papel más instrumental que central.
El enemigo del islamismo y de Al Qaeda es el otro Islam. No va a perder su razón de ser por que rebajemos la presión. Su base se encuentra en el fracaso de los regímenes nacionalistas y en el rechazo a una visión cosmopolita y abierta del Islam. Mientras existan dirigentes como Mohamed VI o el rey Abdalá, o ideologías como el naserismo y el baasismo, habrá islamistas dispuestos a proclamar la Yihad. Como el autor no valora este hecho, no puede entender la estrategia de democratización, que no trata de convocar elecciones a diestro y siniestro, sino de provocar cambios económicos y sociales que animen procesos de modernización que acaben con el origen del problema: la frustración.